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Lo que sobra es neurosis

Lo que sobra es neurosis

"¿Cómo puede comprender o apreciar uno el trauma de un neurótico si nunca ha experimentado en carne propia algo similar?”, plantea retóricamente el psiquiatra George Matthews –protagonista y narrador de esta historia– frente a la primera visita de Jacob Blunt, un paciente atípico que lo envolverá, fuera de todo marco terapéutico, en hechos y experiencias más tenebrosas que la pedestre, universal, vulgar neurosis.

La odisea de Matthews tras esa entrevista no transcurre en el consultorio sino en una Nueva York prototípica de los 40, con sus proverbiales callejones y penumbras en una atmósfera que bien podría haber inspirado al Scorsese de Después de hora. En sintonía con ese clima, los interrogantes que brotan en el periplo del psiquiatra son tan dignos de un loco como de un cuerdo, y el protagonista los padece en carne propia: ¿Qué cosa es la realidad? ¿Lo que queremos que sea? ¿Lo que alguien quiere que creamos?

El asunto, transversal a siglos de arte, filosofía y espiritualidad (la caverna platónica; el velo ilusorio del budismo; la vida o el sueño de Calderón) crece en una lisergia inesperada y acaba despegándose, color mediante, de la novela negra, género en el que aun así se inscribe la novela, en cuanto reúne las condiciones de la categoría, aunque las exceda. Como el jazz al entrar en el bebop, el relato corresponde a su tiempo pero se escapa: despeina la escena, suma saltos y aparentes disonancias.

Un enano duende que reparte monedas, un parque de diversiones letal, el percherón que aporta el título y aparece acompañando cada asesinato. Muertos y más muertos: mujeres, hombres, gente destacada, gente intrascendente. Estaciones de subte, hospitales psiquiátricos, bares, comisarías completan el tren fantasma que atraviesa Matthews dudando de su cordura.

Para 1946, cuando fue publicado por primera vez este título, es lógico que John Franklin Bardin –contemporáneo de Hammett y Chandler– no jugara en las ligas principales del rubro: su escritura, más cerca del noir que del recio negro estadounidense, resultaba incómoda, fatalista, y ambigua moralmente. Quizá por esto mismo, Bardin deja un regusto a John Fante, el diamante en bruto de los años 30 a quien Bukowski rendía pleitesía hasta la imitación. “Uno sabe que el tiempo nunca terminará y empieza a hacer planes contra ese hecho. A planificar hermosas modalidades de fuga y retorno a una vida que probablemente nunca existió”, se dice el psiquiatra, víctima del peor terror social: que te den por loco y te encierren, que tu realidad, forzosamente, deje de ser la del mundo. Y que, en consecuencia, vuelvan las preguntas inquietantes sobre qué es real y qué no. Bardin, poco convencional en fondo y forma, perteneció sin pertenecer. Aunque trabajó y vivió de su profesión como escritor, lo cual ya es bastante, no se le reconoció demasiado mérito hasta los años 60.

En 1986 fue redescubierto post mortem cuando se llevó al cine El final de Philip Banter, una de sus novelas paradigmáticas, donde, como aquí, la conspiración y la locura compiten por un desenlace posible. Tres años después, César Aira hizo la primera traducción de estas páginas. El argentino, cultor ducho de atmósferas surreales, resultó gran apropiador de su traducido.

El percherón mortal integra la “trilogía Bardin” que, sin ser saga, hilvana la misma tensión psíquica e identitaria con Devil Take the Blue-Tail Fly (traducida al español como Al salir del infierno) y la referida adaptación al cine. Por tardío, porque encajó y no encajó, porque coló algo onírico y maldito en el subgénero (un cisne negro, una especie de Black mirror de su tiempo) Bardin abona una certeza: en el futuro hay más pasado del que suponíamos.

El percherón mortal, John Franklin Bardin. Trad. César Aira. Impedimenta, 224 págs.

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