Juan Forn y unos rusos en Villa Gesell

Un hombre camina solo por las playas de Villa Gesell. Mastica una idea que le quedó dando vueltas después de leer un libro. Mientras sus pies sienten el frío de la arena húmeda, esa idea se enlaza con una anécdota, un dato, una escena: el texto empieza a tomar forma en su cabeza. Desde aquella pancreatitis que lo obligó a bajarse del ritmo frenético de la ciudad, repite este ritual cada semana durante una década. La postal se hace costumbre: un cuerpo –con aire de tenista retirado–, rulos al viento y humo de tabaco armado. Un hombre, una biblioteca y su estertor. La caminata se detiene un 20 de junio de 2021, cuando un infarto lo deja sin vida a los 61 años. O eso parece.
Lo cierto es que las contratapas de Juan Forn, que se convirtieron en un género en sí mismo, siguen resignificándose de manera póstuma. Luego del póstumo Yo recordaré por ustedes (2021) y de sus cuatro tomos retrospectivos, Emecé publicó Por qué me gustan tanto los rusos.
Con edición a cargo de Paula Pérez Alonso, prólogo de Sylvia Iparraguirre e ilustraciones de Miguel Rep, la excusa recopilatoria tiene que ver con una de las obsesiones recurrentes del hombre que fue viernes: aquí se reúnen todas sus contratapas y prólogos que narran episodios de las vidas de hombres y mujeres de aquel gigante y helado país euroasiático. “Forn leía escribiendo y escribía leyendo”, dice Sylvia Iparraguirre en el prólogo y acierta. Estos textos, que se encontraban reunidos en una carpeta de su computadora bajo el título “Rusos”, delinean un mosaico de una de sus principales obsesiones. Semblanzas, anécdotas, recuerdos y descripciones forjan un completo panorama no sólo de la literatura rusa, sino también de su arte y su cultura.
Aquí están desde los clásicos, como Dostoievski y Tolstói, hasta historias ligadas a la pintura, el cine, la música, el ballet y la arquitectura. Inclusive la cocina: le dedica un texto a Elena Molokhovets, autora de un célebre libro de recetas rusa que llegó a vender más de 300.000 ejemplares. Ósip Mandelshtam, Víktor Shklovski y Serguéi Eisenstein se mezclan con el célebre arquitecto Vladímir Tatlin, diseñador del fastuoso proyecto del Monumento a la Tercera Internacional que atemorizó a Stalin. También hay lugar para los no tan célebres, como Serguéi Dovlátov, la radicada en la Argentina Irina Bogdaschevski o Andréi Platónov, a quien publicó en su colección Rara Avis de Tusquets. Lo último que incluyó allí fue una colección de relatos de Tatiana Tolstaya titulada Mundos etéreos. En ese prólogo cita una frase de la autora que puede resultar, a la vez, elocuente y profética: “Rusia es nuestra patria. La muerte es inevitable”.
Es interesante cómo narra la historia de todos los poetas que debieron exiliarse en tiempos del estalinismo resaltando un tiempo en el que la poesía incomodaba al poder. Se desprende a partir de estos relatos la idea de cómo el arte, al institucionalizarse, pierde potencia y debe ser libre a pesar de todo. Prueba de ello son las vidas torturadas de estos poetas que exhiben en sus cicatrices las contradicciones de la revolución. Un poema podía generar el destierro o incluso la muerte. También el olvido. Como aquel al cual se sometió la célebre Anna Ajmátova, a quien retrata a partir de su encuentro con Isaiah Berlin. Forn escribe: “Creyó hasta el día de su muerte que la Guerra Fría había empezado por su culpa”.
El acopio de estos textos es un elogio a la relectura. El orden cronológico sugiere algo más allá de las derivas del propio Forn, que entrecruzan el lienzo rojo de uno de los fundadores del constructivismo ruso, Aleksandr Ródchenko, con el cuaderno negro donde escribió sus memorias del exilio la catedrática Nina Berberova. Trasluce un modus operandi, una maquinaria lectora puesta en funcionamiento en pos de la narración. Juan Forn logra, con su particular estilo, retratar como ningún otro a los poetas que escupían sangre en la nieve.
Por qué me gustan tanto los rusos, Juan Forn. Edición de Paula Pérez Alonso y prólogo de Sylvia Iparraguirre. Emecé, 288 págs.
Clarin