El país en la playa: el ideal para legislar contra la democracia

Agosto. Un mes de descanso, de bronceados con capas de protector solar, de trenes abarrotados y, al parecer, de reformas laborales decididas desde el balcón del Consejo de Ministros con vistas a la playa. Sí, porque algunos confunden las vacaciones parlamentarias con la ausencia de escrutinio democrático: una especie de temporada ideal para retocar derechos sensibles mientras los ciudadanos se distraen luchando por su lugar en el sol.
Este año, el gobierno repitió la misma receta de siempre: introducir medidas que afectan los derechos laborales y la paternidad, incluyendo cambios propuestos a las normas sobre lactancia materna, sin la aprobación parlamentaria, sin una consulta pública significativa y sin un amplio debate social. Porque no hay mejor momento para legislar sobre el cuerpo de las mujeres o las condiciones laborales de los portugueses que... cuando nadie mira.
La excusa siempre es la misma: es legal. De hecho, el Gobierno puede, según la Constitución, legislar mediante decreto-ley, siempre que respete los límites de la absoluta discreción de la Asamblea de la República. Pero existe una enorme brecha entre la legalidad formal y la legitimidad democrática, algo que solo quienes ya han decidido que el Parlamento es una mera formalidad decorativa pueden ignorar.
Esta tentación veraniega de legislar de forma solapada no es nueva, y tiene una historia reveladora. Basta recordar: en 2012, en pleno verano, el gobierno de Passos Coelho intentó modificar el Impuesto Único Social (TSU) en una maniobra de ingeniería financiera mal calculada. El anuncio se hizo un viernes, con el país paralizado, y desencadenó una de las mayores manifestaciones espontáneas desde el 25 de abril, obligando al gobierno a ceder. Intentaron ser discretos, pero terminó siendo un golpe contundente.
En 2014, el mismo Poder Ejecutivo aprobó reformas al sistema de pensiones que tuvieron un impacto significativo en los pensionistas, también en julio y agosto, en un intento por responder a la indignación pública. ¿El resultado? Una ola de protestas sociales y sucesivos enfrentamientos en la Corte Constitucional.
En agosto de 2018, el gobierno de Costa publicó una modificación de las normas que rigen la movilidad en la función pública, una medida con implicaciones para miles de empleados públicos. Solo en septiembre, con la reanudación de la actividad política y sindical, se inició un debate serio, algo que ya era hora.
En 2020, en plena pandemia, el gobierno introdujo un polémico cambio en la legislación sobre el trabajo en plataformas digitales (como el de mensajería), que afectó directamente a miles de trabajadores precarios. La medida se anunció discretamente, con escasa participación de los organismos representativos del sector. Solo tras la polémica mediática se implementó la enmienda.
Esta es la tendencia: aprovechar el verano para lanzar globos sonda, aprobar medidas discretamente y, si las cosas salen mal, culpar a los medios de comunicación o a la "malinterpretación pública". La práctica es bien conocida. También lo es la excusa.
Cabe recordar que la democracia no es una forma intermitente de gobierno, que se activa y desactiva según la situación. Es un proceso continuo de representación, deliberación y escrutinio. Y si hay temas que merecen un debate serio, son precisamente aquellos que afectan a los derechos de las mujeres, las familias y los trabajadores. La lactancia materna, por ejemplo, no es una nota al pie de la letra: es una cuestión de salud pública, igualdad y dignidad laboral. Tratar esto como si fuera una simple medida de gestión de recursos humanos es un insulto. Es más, cuando un gobierno legisla en áreas sensibles sin debate parlamentario ni la participación de las fuerzas sociales, demuestra falta de confianza en la madurez de la sociedad para debatir lo que realmente importa. Peor aún, demuestra temor al debate. Miedo a la oposición, miedo a los sindicatos, miedo a la opinión pública. Miedo a la democracia, en resumen.
Esta gobernanza entre bastidores —compuesta por circulares técnicas, reglamentos ocultos en boletines oficiales y decretos discretos— es más que un estilo: es una estrategia política. Sirve para poner a prueba los límites. Sirve para legislar por omisión. Sirve para impulsar la agenda de quienes quieren reconfigurar el estado del bienestar sin las molestias de un Parlamento ruidoso ni una sociedad civil atenta.
El gobierno no es el único culpable. También es nuestro, los ciudadanos. Porque lo toleramos. Porque creemos que agosto es un periodo muerto, como si el país pudiera ser gobernado en piloto automático por tecnócratas con fobia a la transparencia. Porque aceptamos que se vulneren los derechos fundamentales en el silencio de una oficina fría, en lugar de en el calor del debate político.
Hay que decirlo sin rodeos: legislar así es un insulto a la democracia representativa. No legislamos sobre organismos, derechos laborales y protección social mientras el país está en pausa. No inundamos el Parlamento con decretos velados, como si los representantes electos fueran meros extras en una representación institucional.
Si hay valentía para legislar, que haya valentía para debatir. A plena luz del día. Con el Parlamento en sesión. Con la ciudadanía informada. Y no en agosto, entre un chapuzón y una sardina a la plancha.
observador