Odio el verano... en la piscina

Me gusta sentir la ingravidez, el cuerpo ligero y lento; los movimientos armoniosos que serían bruscos en el exterior del agua… Flotar es un placer propio del verano. Flotar y no hacer nada más: ni siquiera seguir el ritmo de la música o de un animador. Solo sostenerse sin tocar el suelo, que es lo más cerca del vuelo que estaré nunca. Ahora bien, flotar rodeado de gente ya es otro cantar. Es menos placentero, sobre todo si entendemos por gente: niños gritones, cuerpos pelados llenos de cremas que dejan un charco alrededor como el petróleo en alta mar y un olor a Nivea que echa para atrás; señores hablando bien fuerte, adolescentes inventándose una coreografía sobre la música que sale de la radio del socorrista; saltos, balones, colchonetas y pistolitas de agua; música que nunca es clásica, swing, jazz o folk, solo canciones ruidosas en sol mayor... Y todo esto en una olla en cuyos bordes toman el sol centenas de personas cuyas pieles se asfixian y manifiestan dolor.
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¿Nadie ha inventado nunca una piscina en silencio? Como los vagones 12 de los AVE. Yo iría. O una donde pongan a Brahms y no a Pitbull. Seguro que existen en alguna ciudad de Escandinavia, o en Liechtenstein. Si no ha quedado claro, es el ruido constante el que me aparta de ir a la piscina. Pero este verano, uno de mis mejores amigos me invitó a acompañarlo a la de la Complutense de Madrid, conocida por ser el lugar que escogen los gays para bañarse en la Villa. Pensé que la combinación ingravidez y seducción podría ser bonita, evocando los diarios de Chirbes, pero no fue así. El ochenta por ciento de los bañistas eran hombres y, si mi radar no me fallaba, homosexuales. Pero la diversidad brillaba por su ausencia. De cada cincuenta hombres fuertes, depilados y en speedo, uno era gordo, tirillas, desproporcionado o iba con un bañador que dejaba cierto trabajo a la imaginación. Lejos de no ligar nada, lo que más me preocupaba era sentirme observado por causar cierto contraste con mis bracillos enclenques, mi pelo a lo Beatle y mi bañador de patilla. Me equivoqué: nadie se interesaba por mí. Hubo solo un momento en el que pensé que ligaba con un chico de pelo largo y rubio, pero resultó ser una chica en topless.
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Luego la fantasía de ligar en la piscina acabó frustrada. Y entonces recordé otros diarios literarios, los de Jean Genet, donde el autor francés describió lo que llevan haciendo algunos hombres homosexuales desde tiempo incontable en los baños públicos. Y también me vino a la cabeza una estrofa de uno de los más grandes poetas cubanos, Xavier Villaurrutia: el secreto que los hombres que van y vienen conocen. Y es que, de las tres veces que fui al baño en toda la tarde, pues mi vejiga es muy eficiente, creí haber saludado tres veces al mismo. Pero los baños no son un lugar romántico, sí las aguas donde flota el cuerpecillo y uno es feliz.
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Quizás son mejores las aguas del mar porque, haciendo memoria, me vienen solo recuerdos hostiles de las piscinas: cuando de pequeño me bañaba con la camiseta porque estaba acomplejado por mis bracillos, la vez que llegó un tornado y nos llenó a todos los niños de hojas y barro y casi nos ahogamos; mi amigo Kiko y su cabeza abierta al darse con el bordillo, y yo que pensaba que aquello era morirse; la historia macabra que nos contaba el socorrista municipal para avisarnos de que el trampolín estaba prohibido: “¡aquí, aquí mismo se mató un chiquillo!”; las avispas que me picaron en las duchas, los tragos de cloro que tragué al intentar los niños mayores ahogarme; la tarde en que una señora me untó Coca Cola por el cuerpo para que me pusiera moreno y me tuve que volver andando a casa y no en coche porque mi padre decía que no se me ocurriera entrar al coche así de pringoso, o el día que mi amiga Manuela vomitó en el agua dando vueltas sobre sí misma y el resto tuvimos que evacuar el agua como si fuera ántrax lo que estaba expulsando.
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Hace unos años, durante la pandemia, compré a hurtadillas una piscina enorme de plástico para mi familia, que la recibió con mucha felicidad. Al final de aquel verano, la experiencia fue tan mala que mi padre metió la caja de la piscina en lo profundo del trastero, detrás incluso de las cajas del belén que había diseñado diez años atrás y que fracasó porque el río que había diseñado —y que debía llevar agua gracias a una bomba— no funcionaba. Todavía hoy esa imagen me produce mucha ternura y me dan unas ganas infinitas de abrazar a mi padre y de consolarlo, de decirle: lo hiciste muy bien, padre, y te quiero mucho por eso.
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Dos razones encontró mi padre para desterrar la piscina: la nube negra de mosquitos y de avispas que atraía el agua y los constantes cuidados que necesitaba la olla gigante. Si se pasaba de polvos, nos abrasaba la piel con el cloro; si se quedaba corto, se enverdecía el agua. Total, que mi padre llegó a obsesionarse con el medidor del PH el resto del verano. “Como no le quitemos a tu padre la maquinita esa que le dice si está limpia el agua o no, se nos vuelve loco”. Mi madre, como mi hermana y yo, temíamos por su salud. No fue fácil aquello. Al final, conseguimos desviar su atención a la televisión pequeñita que puso junto a la piscina: le pedimos por favor que ordenara los canales del TDT por orden alfabético, y surtió efecto.
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En fin, que cuando sea mayor y tenga una casa, haré una piscina en mitad del campo donde solo cabré yo, pondré unos altavoces en los ficus que rodearán la charquita y haré que suene sin parar la Música acuática de Händel mientras me quedo flotando y quieto mirando cómo cambia el cielo de tono. Y no invitaré a nadie porque solo también se está muy bien, y porque las conversaciones en las piscinas suelen ser primas hermanas de las de los ascensores o los blablacars . Mejor flotar solo que mal acompañado.
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