La Ley de Nacionalidad: Portugal no es solo un lugar.

La nacionalidad no es un derecho automático ni un favor administrativo. Es el reconocimiento de un vínculo profundo —jurídico, cultural y moral— entre el individuo y la comunidad política a la que pertenece. Es lo que distingue la mera residencia de un verdadero compromiso con un país. Por lo tanto, la reciente reforma de la Ley de Nacionalidad portuguesa constituye un paso esencial para restablecer el equilibrio entre apertura y responsabilidad, entre integración y pertenencia.
Durante años, Portugal mantuvo uno de los regímenes de inmigración más permisivos de Europa. Cinco años de residencia legal bastaban para solicitar la ciudadanía, un periodo que, en el contexto europeo, era la excepción y no la regla. Francia, Alemania, Bélgica, los Países Bajos, Luxemburgo o Suecia generalmente exigen cinco años, pero siempre con criterios rigurosos de integración lingüística, económica y cívica. Italia, España, Austria, Dinamarca o Eslovenia exigen diez. La media europea se sitúa entre siete y nueve años de residencia efectiva. Portugal se encontraba por debajo de esa media, con criterios menos exigentes y prácticas más abiertas que prácticamente todos sus socios.
La nueva ley corrige esta distorsión, no para excluir a quienes eligieron Portugal, sino para valorar la importancia de la ciudadanía portuguesa. La naturalización ya no será posible tras cinco años y ahora requerirá diez años de residencia legal para ciudadanos de terceros países y siete años para ciudadanos de la Unión Europea y la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa (CPLP). Esta distinción es justa e inteligente: reconoce la afinidad lingüística, cultural e institucional de estas zonas, sin abandonar el criterio temporal que garantiza una integración real.
La reforma va más allá. Introduce requisitos de conocimiento de la lengua, la cultura, la historia, los símbolos y los valores constitucionales portugueses, similares a los de prácticamente todos los Estados miembros de la Unión Europea. Asimismo, exige medios de subsistencia acreditados, ausencia de antecedentes penales y, sobre todo, que el tiempo de residencia se cuente únicamente a partir de la fecha de obtención del permiso de residencia, y no desde la simple solicitud. Esta aclaración pone fin a una ficción jurídica que daba pie a abusos y desigualdades: nadie debería computar tiempo de residencia antes de que el Estado reconozca formalmente su derecho a residir.
En este nuevo modelo, hay una idea fundamental que conviene destacar: la ciudadanía portuguesa debe traducirse en una verdadera integración y adhesión a la comunidad, no solo en una estancia temporal. Ser portugués implica participar, contribuir, respetar y comprender el país del que se desea formar parte. Significa dominar el idioma, conocer su historia, compartir sus símbolos y aceptar las normas de un país con casi 900 años de existencia. Significa comprender que la ciudadanía es un pacto de reciprocidad: el Estado la reconoce, pero también la exige.
En el debate público sobre la ley de nacionalidad, la residencia suele confundirse con la ciudadanía. Son realidades distintas y complementarias, pero no equivalentes. La residencia garantiza protección, acceso a la salud, la educación y la seguridad social; derechos que Portugal reconoce generosamente a quienes residen legalmente en el país. La nacionalidad, en cambio, representa un nivel superior: confiere la plena participación política, el derecho al voto, la elegibilidad y la representación de la nación. Es el vínculo que permite intervenir en las decisiones colectivas y moldear el futuro del país. Y este nivel de pertenencia no puede trivializarse, porque implica más que habitar un territorio: implica compartir el destino de la comunidad y asumir responsabilidades con ella.
Los críticos de la reforma argumentan que los nuevos plazos son excesivos y podrían disuadir a extranjeros o inmigrantes plenamente integrados. Sin embargo, esta interpretación ignora lo esencial: la nueva ley no cierra puertas, sino que abre un camino más sólido y creíble. Los siete y diez años de residencia no son barreras, sino etapas de integración en nuestra comunidad. En un mundo cada vez más móvil y complejo, donde la nacionalidad también es una puerta de entrada al espacio europeo, es justo que Portugal refuerce su sistema con criterios equivalentes a los de sus socios.
Además, la distinción entre ciudadanos de la UE, de la CPLP (Comunidad de Países de Lengua Portuguesa) y de terceros países reviste importancia estratégica y diplomática. Portugal se erige como puente entre espacios culturales, reconociendo la proximidad histórica e institucional, sin renunciar al control sobre el acceso a la ciudadanía. Un ciudadano europeo que ha vivido y trabajado en Portugal durante siete años conoce el funcionamiento de las instituciones y comparte el mismo espacio político y jurídico; lo mismo ocurre con un ciudadano de habla portuguesa que, por afinidad cultural, se integra con mayor facilidad. El país acoge, pero también exige. Integra, pero también responsabiliza a sus ciudadanos. Y esa es la virtuosa síntesis de una política de nacionalidad moderna.
Desde una perspectiva europea, Portugal deja de ser un caso atípico de generosidad excesiva y se une al grupo de países con criterios equilibrados y comparables. Al hacerlo, refuerza la confianza de sus socios y la credibilidad de su propio sistema jurídico. Una ley de nacionalidad demasiado permisiva crea vulnerabilidades, facilita abusos y distorsiona el valor de la nacionalidad. Una ley equilibrada y exigente, como la que ahora se aprueba, protege el significado de ser portugués y, además, protege a quienes son portugueses.
En un momento en que el populismo instrumentaliza la inmigración y las sociedades se enfrentan a dilemas de cohesión e identidad, Portugal demuestra madurez. No sucumbe al aislacionismo ni a la laxitud. Apuesta por la responsabilidad. Refuerza el valor del tiempo, la integración y el compromiso. La nueva Ley de Nacionalidad no es un obstáculo: es una garantía de seriedad. Demuestra que quienes desean ser portugueses lo hacen por convicción y sentimiento de pertenencia, no por conveniencia.
En definitiva, hay un mensaje importante que transmitir: la nacionalidad es el reflejo de nuestra identidad colectiva. Concederla es un acto de confianza y reconocimiento, y por lo tanto, debe ser exigente. Portugal sigue siendo un país abierto —y lo sigue siendo con orgullo—, pero ahora también es un país que sabe que su generosidad necesita criterios, que su identidad necesita tiempo y que su futuro necesita vínculos reales. Ser portugués es, y debe seguir siendo, un privilegio. Un privilegio que debe honrarse, no trivializarse. Portugal no es solo un lugar. Portugal es una comunidad, un destino.
En varios países occidentales, este sentido de compromiso se celebra incluso de forma pública y simbólica. En Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, la ciudadanía se otorga en ceremonias solemnes donde los nuevos ciudadanos prestan juramento y reciben símbolos nacionales. En Francia y Alemania, se celebran ceremonias municipales de bienvenida a los nuevos ciudadanos, con la entrega de un «livret du citoyen» (libreta del ciudadano) o un certificado de adhesión a la Constitución. En Noruega y los Países Bajos, este momento también se celebra con eventos cívicos de gran valor comunitario. Portugal aún no cuenta con esta tradición, pero tal vez debería. Crear una Ceremonia de Nacionalidad Portuguesa, donde el nuevo ciudadano se comprometa públicamente con la Constitución, el idioma, los valores democráticos y la historia del país, sería el siguiente paso lógico en una reforma que busca dar sustancia al sentido de pertenencia. Porque la nacionalidad no es solo un estatus legal: es una afirmación de fe en la comunidad que elegimos construir juntos.
Como escribió Ernest Renan, " la nación es un plebiscito diario ". Ser portugués es elegir, cada día, formar parte de esta comunidad.
Alexandre Poço Vicepresidente del PSD
Miembro del parlamento
5 de noviembre de 2025
observador



