Jane Goodall y la biblioteca de los grandes monos: diez libros indispensables sobre nuestros parientes más cercanos

Jane Goodall ya está donde quiera que vayan a parar los grandes expertos en monos cuando mueren. Yo la imagino en un lugar muy verde y húmedo de selva tropical haciéndose un sitio junto a Dian Fossey, la que llegó primero (la asesinaron en 1985, como recordarán, en el parque nacional de los gorilas en Ruanda con solo 53 años), Jordi Sabater Pi (1922-2009), que se pasó la vida tratando de marcar distancias con Copito de nieve a la manera de Frankenstein con su monstruo, o el tan añorado por su genial sentido del humor Frans de Waal (fallecido el año pasado a los 75 años), que nos explicaba cosas de los bonobos que nos hacían sonrojar y es de las pocas personas que podían decir que les había dado un beso con lengua un mono.
A Goodall, como a Sabater Pi y a De Waal, la conocí bien y la vi muchas veces. Siempre inteligente e irónica podía ser divertida o un poco borde cuando pensaba que le hacías perder el tiempo —se empeñó en tener una agenda apretadísima y hasta disparatada en su cruzada personal por los chimpancés y la salud del planeta—, y eso que era capaz de aguantar con paciencia franciscana lo que no está escrito. Pero como la recuerdo sobre todo —aparte de la vez en que coincidimos en inesperado trío (amistoso) con la actriz Montse Guallar, cuyo hermano trabajaba con ella— es cuando mostraba el enorme interés, la empatía y hasta la pasión por las hirsutas criaturas a las que consagró su vida (Flo, Flint, Fifi, Goblin, Gigi, Gilka, Jomeo, Melissa). Era una relación intensa y profunda pero en la que ella nunca se dejó arrastrar por el antropomorfismo ni la sensiblería. Los chimpancés, aunque extraordinariamente cercanos, eran chimpancés y punto. Tenía muy claro que no son como nosotros ni nunca lo serán, que hay una línea divisoria infranqueable. Y sabía que los chimpancés pueden ser feroces y brutales, hasta llegar a la guerra entre bandas, la violación grupal y el infanticidio con canibalismo (aunque, matizaba, su crueldad no es deliberada como la nuestra). Una vez me enseñó la mano derecha, en la que le faltaba la falange del pulgar que le había arrancado un chimpancé de un mordisco, cuando trataba de tranquilizarlo (el pobre animal estaba en una jaula en un centro de experimentación con primates). “Me han arrastrado, pisoteado, me han tirado piedras que podrían haberme matado… pero también me han querido mucho”, decía de los chimpancés.
De todas las cosas que me explicó las veces que nos vimos me vienen a la cabeza siempre dos: que a su hijo Grub de niño lo tenían en una jaula en el centro de Gombe para que los chimpancés que entraban y salían no se lo llevaran —no para criarlo en plan Tarzán sino para matarlo y eventualmente comérselo, como hizo el temible macho Frodo una vez con el hijo de una empleada (“ven a los bebés humanos como a las crías de otras especies como colobos y babuinos, y por tanto como presas potenciales”)—. Y que los chimpancés muestran comportamientos, como las que denominaba “danzas de la lluvia”, que sugieren alguna clase de espiritualidad y hasta cierto sentido de la trascendencia.

En fin, Jane Goodall, nos ha dejado aunque nos quedan sus libros, lo que invita a repasar, junto a los suyos, los libros que compondrían una biblioteca de los grandes monos, que vamos a inaugurar, imaginariamente, en su honor. Es una biblioteca que podría estar en la postrera cabaña en la selva de los Greystoke o en el laboratorio de Zira y Cornelius en la capital del planeta de los simios (el doctor Zaius tendría estos libros bajo llave). Vamos a seleccionar diez.
Entre los títulos que han de figurar obligatoriamente en esta biblioteca están sin duda los de la propia Goodall. Sobre todo, para entender su peripecia vital y científica, el que a mí me parece el mejor de la quincena que escribió, algunos en coautoría y sin contar la veintena para niños, A través de una ventana: treinta años estudiando a los chimpancés (Alianza, 2024, la edición original es de 1989, esta está revisada). Es un libro fascinante (lo tengo en una edición en inglés que me dedicó ella con un conradiano “follow your dream” al que añadió un “Good luck”) que repasa toda la experiencia de la primatóloga en sus años en Gombe Stream y plasma no solo una gran aventura científica sino vital y emocional. Recoge observaciones y episodios asombros, algunos que te ponen la carne de gallina y otros que llevan al borde de las lágrimas (como la epidemia de polio). Goodall siempre decía que tuvo mucha suerte en dos cosas: primera, poder ir a África a estudiar la vida salvaje (ella, dijo, hubiera estudiado la que fuera, así le hubieran encargado los lirones) y que la dedicaran a los chimpancés; y segunda, ser la primera persona en investigar a esos simios, “porque todo lo que veía era nuevo y excitante”.
Va, vamos a añadir un segundo libro de Goodall —podríamos poner varios más—, 55 años en Gombe (Confluencias, 2015), el precioso tributo profusamente ilustrado, con maravillosas fotografías, a aquella gran aventura. Es un libro utilísimo para tener una extensa referencia visual sobre la vida y experiencias de Goodall a lo largo de toda su carrera (de hecho el libro advierte de que algunas fotos históricas muestran prácticas que fueron abandonadas luego por la estudiosa y los demás investigadores del centro, como tocar y alimentar a los chimpancés).
Otro libro que ha de estar en la selección es las memorias Gorilas en la niebla (Pepitas de calabaza, 2019), de la mencionada Fossey, el libro, originalmente de 1983 (muchos lo tenemos en la edición de Salvat de 1985), que escribió sobre su investigación y sus peripecias durante 13 años con los gorilas de montaña en Ruanda y en el que se basó la película del mismo título con Sigourney Weaver. Fossey, a la que Goodall recordaba como una mujer extraña y muy complicada con poca empatía con las personas, fue fichada como ella por Louis Leakey (1903-1972), el paleontólogo, antropólogo y factótum británico-keniata que dividió el estudio de las tres grandes especies de primates entre tres mujeres, Fossey, Goodall y Biruté Galdikas (los orangutanes), conocidas como las ape ladys o los ángeles de Leakey.

De Galdikas, la única superviviente de aquel tridente de mujeres excepcionales, tiene que estar en nuestra biblioteca Refejos del Edén, mis años con los orangutanes de Borneo (Pepitas de calabaza, 2013), en el que la primatóloga canadiense de raíces lituanas, estonias y griegas, explica su estudio de los grandes monos rojos en la selva de Borneo, concretamente en Kalimatán. Galdikas se ha fundido tanto con el paisaje (y el paisanaje) que tiene pasaporte indonesio y se casó con un dayak. Adora a los orangutanes (“gentil great ape”) y no tolera que se hable mal de ellos: dice que son los únicos de nuestra familia que no han abandonado el paraíso, pero también lo están perdiendo por la tala indiscriminada. Una vez que conversé con ella me dijo que la muerte de Fossey (“Dian era muy airada pero también muy divertida”) fue un mazazo. Entonces me dio un ejemplar de su libro, en la edición de Little, Brown and Company de 1995, para Sabater Pi, al que admiraba. Fui dejando el recado de un día para otro —así somos de inconstantes— y al final el querido Jordi se murió, así que conservo yo el libro, con la sentida dedicatoria de Biruté; “To prof. Sabater pi, In admiration & respect of your inestimable contribution to science & natural history!”. Tengo como marcador la carta con la foto del orangután de un viejo juego de WWF de especies amenazadas.
Un quinto libro que me parece fundamental para nuestra biblioteca es el buenísimo Walking with the great apes (Chelsea Green PuPublishing, 2009) , una semblanza de, precisamente, Goodall, Fossey y Galdikas a cargo de otra naturalista excepcional, Sy Montgomery, a la que se ha descrito como “parte Indiana Jones, parte Emily Dickinson”. Montgomery, a la que debemos títulos tan formidables como El embrujo del tigre (Errata Naturae, 2018) o El alma de los pulpos (Seix Barral, 2018), las conoció a las tres y recordaba cómo cada una trataba de llevar el agua a su molino o acercar el ascua a su sardina (mono) asegurando que el suyo era el simio más parecido a nosotros: Galdikas señalaba el blanco de los ojos de los orangutanes, Fossey los lazos familiares de los gorilas y Goodall el 99 % de material genético que comparten con el ser humano. Un libro precioso, iluminador y en el que la autora destaca cómo las tres mujeres se implicaron emocionalmente en su trabajo con los monos.
Tiene que haber al menos un libro de Frans de Waal en nuestros anaqueles. Una buena opción es su clásico (1982) La política de los chimpancés (Alianza, 2022), su revolucionario estudio con los de la colonia de chimpancés instalada al aire libre en el Zoo de Arnhem (Países Bajos). De Waal describe las sofisticadas estrategias de los monos para hacerse con el poder de la comunidad, incluidos los pactos (y su ruptura).
Y ahora, un libro que Jane Goodall detestaba, la novela de William Boyd, Playa de Brazaville (Alfaguara, 1991). Trata de una primatóloga, Hope Clearwater (Hope es el nombre del chimp de peluche que usaba Goodall), que estudia a los chimpancés en libertad en África Occidental y que provoca un impacto (y la censura) entre sus colegas al descubrir los aspectos siniestros del comportamiento de esos animales, agresión, infanticido, pongicidio, guerra, etc. Entretanto, vive una compleja historia de amor con un aviador mercenario y recuerda otra con un matemático. La novela es preciosa, muy conmovedora, y la peripecia científica está muy bien descrita. Goodall la detestaba por razones extraliterarias: afirmaba que Boyd se había inspirado en ella y había tomado trozos de sus libros sin consultarle. También le pareció que había mucho sexo explícito (y valga la publicidad para Mr. Boyd), algo perturbador cuando se inspiran en ti. Tanto sexo le parecía innecesario y mira que ella no tenía pelos en la lengua al abordarlo con monos (y perdón por la frase).
En esta selección no puede dejar de estar otra novela, Congo, de Michael Crichton (De Bolsillo, 2003, publicada originalmente en 1980), una gran novela de aventuras que mezclaba los clásicos (la búsqueda de una ciudad perdida, Zinj, en el corazón de la selva africana) con el thriller científico: en la expedición iba reclutada una gorila, la inolvidable Amy, que podía comunicarse con su cuidador humano merced al lenguaje de signos y una interfaz tecnológica. Los conocimientos sobre gorilas estaban más basados en las investigaciones de George Schaller que en las de Fossey. Es de las pocas novelas protagonizadas por un gran mono y la única que yo sepa en la que este salta en paracaídas.

Si de novelas de cuadrumanos hablamos, es indispensables, claro, Tarzán de los monos, de Edgard Rice Burroughs (edición de todas sus aventuras en Edhasa), con una amplia galería de personajes antropoides, entre ellos el matador Kerchak, la madre adoptiva Kala, Tublat, Terkoz o Bolgani. Hay que recordar que a la Goodall —lo reconocía ella misma— le influyó llamarse Jane. No menos indispensable en los anaqueles de la biblioteca de los monos, El planeta de los simios, de Pierre Boulle (B de Bolsillo, 2024), la novela que dio origen a la larga saga cinematográfica. La novela de Boulle, cuyo ámbito era más las selvas de Indochina en las que luchó contra los japoneses y la Francia de Vichy como miembro de la Francia Libre y el SOE que las de los monos (escribiría El puente sobre el río Kwai), presenta grandes diferencias con la película de Charlton Heston. De entrada, aparte de que el planeta es realmente otro planeta (Soror), los astronautas son franceses, claro. Además llevan un chimpancé con ellos en lugar de a la actriz Diane Stanley (la astronauta Stewart, que desgraciadamente muere en el tubo de hibernación), lo que indica poca vista.
Hay otros libros (aparte de la novelización de King Kong, de Delos W. Lovelace, publicada poco antes de que se estrenara la película y basada en el guion de la misma), como la novela de Peter Hoeg La mujer y el mono (Tusquets, 1998), en la que el simio Erasmus (de especie no especificada), que llega a Londres para un laboratorio de experimentos, se lía con la mujer alcohólica del científico que lo estudia. Y están los cómics de Mytex el poderoso. Se admiten más ideas (y donaciones) para la biblioteca Jane Goodall de los grandes monos…
EL PAÍS