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Franco me está durando demasiado

Franco me está durando demasiado

Macon Leary recomienda llevar siempre en la bolsa de viaje un libro que puedas sacar en trenes y aviones para evitar que el pasajero sentado a tu lado entable contigo una conversación que tú no le has pedido. El libro disuasorio,el libro escudo, el libro pasivoagresivo. Sería divertido que ese libro fuese El turista accidental, de Anne Tyler, pues Macon Leary no es una persona real sino el protagonista de precisamente esa novela, un hombre gris al que una mujer multicolor y su hijo le cambian la vida. El otro día, sin darme cuenta, seguí el consejo de Macon Leary y, cuando mi compañero de tren parecía tener ganas de palique, saqué mi libro de la bolsa. Y menudo libro: la biografía de Franco, de Julián Casanova, un volumen tan interesante como, desde luego, conversacionalmente disuasorio.

Poco después, el tren se paraba inesperadamente, en medio de la nada (ver:Monegros). Mi compañero de viaje comenzó la obligada ronda de llamadas ("otro retraso, no sé cuándo llegaré, vosotros acostaos") y luego desapareció. Supongo que se iría al coche cafetería. Yo en ese momento estaba con Franco volando en el Dragón Rapide antes de liarla gorda. Una hora más tarde seguíamos parados y a mí se me empezaban hacer bola el cerco de Madrid, Serrano Suñer y el franquismo literario en general. El libro de Casanova es magnífico, pero no lo veo apropiado para situaciones tensas. Un tren abandonado a su suerte no es precisamente mi definición de la tranquilidad. Llegamos a Sants con más de cuatro horas de retraso.

Leí El turista accidental al borde la piscina en la que trabajaba como socorrista, allá por los años 90. Eso sí que era tranquilo. Tres meses de aburrimiento laboral y agua clorada dan para mucho: se me aclaró el pelo hasta un tono ridículo pero muy de moda entonces, estuve realmente bronceado por primera y última vez en mi vida y leí infinidad de libros: de La tapadera (que me espantó) a La vieja sirena (que me encantó), del sobrevalorado batiburrillo epistolar de Las amistades peligrosas (mucho mejor la película) a Garras de astracán.

Ahora que lo pienso, estos dos últimos libros son en el fondo el mismo. Leía todo lo que tenía a mano y, obligado por las horas de bordillo y sombrilla, todo me lo terminaba. Cómo si no llegué al final de El Ocho, el ladrillo que me hizo desconfiar eternamente de la sección de best sellers. Eso se lo tengo que agradecer, supongo. Mido los libros en función del número de trayectos Madrid-Barcelona que me durarán. Es más: alguna vez he escrito yo alguno con esa métrica en mente. Pero no soy infalible: calculé que en tres trenes habría acabado con Franco (ejem) y ya llevo cinco viajes con él a cuestas.

Fiesta, de Asier Ávila, lo devoré mucho antes de lo previsto y me tuve que pasar medio trayecto perdiendo el tiempo en Twitter. Con Quiero y no puedo, de Raquel Peláez, me pasó algo peor: tan metido estaba en esa historia de los pijos que se me olvidó que teníaque bajarme del AVE en Zaragoza y seguí hasta Madrid. Luego tuve que deshacer el camino, pero ya no me quedaba libro por leer. Así que vuelta a Twitter a perder neuronas. Intento no ir en el tren viendo series o películas en el portátil, aunque a veces no me queda otro remedio.

Pero es violento que el de al lado sepa que estás viendo Élite. Yo le diría que ver esas cosas es parte de mi trabajo, pero me da miedo que en ese momento él saque su libro escudo, su libro pasivoagresivo, su Franco, y yo me convierta en ese pasajero pesado con ganas de contarlesu vida al primer desgraciado que le sienten al lado.

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