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Elena Poniatowska: Andrés Barrios

Elena Poniatowska: Andrés Barrios

A

través de la fundación que lleva el nombre de Ignacio Barrios, Andrés, su hijo, promotor de cultura en la colonia Del Valle, la Fonoteca Nacional y en el Centro Médico Nacional Siglo XXI, atesora un mural del pintor Ignacio Chávez Morado que representa el sismo de 1985.

Como amante de las artes, trata a otros promotores y directores como un gran amigo Pavel Granados, muy agradable y culto, quien me ha abierto algunas puertas.

“Mi padre nos dejó un amor tremendo no sólo por las artes plásticas a las que él se dedicó, sino por el cine, la danza, la literatura. Por su entrega, la Fundación Ignacio Barros, en la colonia Del Valle, promueve expresiones culturales que van desde un concierto para jarana mixe, que podrá escucharse en estos días en la Fonoteca Nacional, la emblemática casa colonial en la que murió Octavio Paz, para la tristeza de quienes lo consideramos el poeta más grande que ha dado nuestro país, no sólo por obtener el Nobel, sino porque en uno de sus últimos libros, Las trampas de la fe, reivindica a Sor Juana Inés de la Cruz, el ensayo más completo que he leído en mi vida sobre Sor Juana.

“Entre quienes mejor cuidaron, orientaron y difundieron la cultura en México, admiro a Rafael Tovar y de Teresa, quien por desgracia nos abandonó demasiado pronto, lo cual fue una desgracia para artistas, escritores y promotores culturales marcados por El laberinto de la soledad, el ensayo que mejor define el carácter, la sique y la creatividad de Octavio Paz, quien va mucho más allá que el filósofo Samuel Ramos.

Como promotor de cultura en la Ciudad de México, en instituciones como Bellas Artes, la Secretaría de Cultura y la Fonoteca Nacional, cuento con un gran amigo, Pavel Granados, muy entusiasta, accesible y, sobre todo, muy bien informado.

Como dice Andrés, Ignacio Barrios, su padre, era acuarelista, información que me recuerda a dos apasionados acuarelistas, uno, Ignacio Beteta, promovido por su sobrino, el secretario de Hacienda, Ramón Beteta, durante el sexenio de Miguel Alemán, y a Serge Brachet, médico radiólogo, quien se enamoró de Tahití y trajo a México una multitud de estampas de mujeres palmeras, así como esbozos de bailarinas desnudas de la cintura para arriba que enloquecieron a Gauguin con su hula hula, baile que lo imantó y lo hizo vivir y morir en la Polinesia Francesa.

–Mi padre, Ignacio Barrios, pintaba desnudos femeninos y paisajes, retratos de campesinos y bodegones, que expuso tanto en México como en Italia, España, Argentina, Inglaterra, Japón, la Unión Soviética, Alemania, Estados Unidos Canadá, Francia y muchos países de América Latina. Quienes conocen la técnica de la acuarela lo consideran uno de los artistas acuarelistas más sólidos que ha dado México. Carlos Pellicer lo reconoció y lo cita en sus escritos, lo mismo que Salvador Novo y la poeta Dolores Castro. El Museo de la Acuarela de Toluca le dedicó una sala permanente muy visitada.

–¿La acuarela atrae a muchos pintores?

–Sigue viva porque hay una generación de nuevos acuarelistas en el estado de México que recuerdan a mi padre como docente. Mi padre explicaba los secretos descubiertos con la práctica y los compartía con sus alumnos. Apreciaron su generosidad, porque otros maestros egoístas reservan sus conocimientos. Mi padre recordaba con entusiasmo cómo conoció a Orozco. Vio a un hombre de pie dibujando en la calle a quien se le caía constantemente el lápiz, y a la tercera fue a recogérselo. Aunque era muy seco, Orozco se lo agradeció y logró sacarle una sonrisa. Gracias a esa sonrisa, mi padre pudo decirle que también pintaba, y Orozco lo invitó a su estudio en la colonia Tabacalera. En una de las paredes, mi padre vio un lienzo enorme y en la esquina leyó la firma: Orozco; el pintor jamás le presumió su nombre, ni siquiera se lo dio, y al despedirse tampoco lo hizo. Con esa misma facilidad mi papá conoció a Diego Rivera en San Carlos. No cabe duda, los tres grandes fueron accesibles y nunca se dieron taco ni presumieron su talento. También Alfredo Guati Rojo, quien daba clases en Coyoacán, lo invitó a formar parte del gremio de acuarelistas de México. Mi padre aceptó aunque a decir verdad, no le entusiasmaba círculo alguno, porque fue un hombre muy sencillo, que no se daba ínfulas. Jamás pidió favores. Como la acuarela no se puede borrar, rompía las suyas cuando no le gustaban. Declaró que cuando se sintiera satisfecho con alguna obra suya, nos invitaría una copa de vino. Nunca nos invitó.

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