El éxtasis de la cultura ‘rave’

Tecno, desierto y trance. Y un sorprendente éxito de público. De un público fascinado que no ahorra en ditirambos y de otro que abandona la sala antes de acabar. Aupada por el premio del jurado del Festival de Cannes, Sirat , de Óliver Laxe, ha sido la tercera película más vista en España del 10 al 13 de junio, detrás de Cómo entrenar a tu dragón y de Lilo & Stitch . El mundo extático de las raves al aire libre toma la gran pantalla con ese camino, ese sendero, ese puente sobre el infierno más fino que un cabello y más afilado que una espada que las personas deben cruzar para ir al paraíso tras morir al que alude, en el mundo islámico, la palabra sirat . Un camino, en este caso, a otros estados.
“Me hubiera gustado conocer un poco más a esos personajes raveros , algo un poco más íntimo, conocerles mejor. Pero entiendo el impacto de Sirat y yo la gocé. Lo que más me conmovió tuvo que ver con la imagen y el sonido”, cuenta Cris, una artista que durante años acudió a raves al aire libre. Recuerda el mundo de los antifestivales, como el AntiSónar. “Yo soy de dormir, me cogía la bici a las siete de la mañana y me iba para allá, a bailar desde el principio gratis”. Y señala que el mundo de las raves le gustaba especialmente “porque era una fiesta cero capitalista”. Había más. “En la rave posterior al festival Creamfields, en la playa de Villaricos, recuerdo despertar y que me invitaran a sopa. Me pareció lo más. Se asocian siempre con drogas químicas, que estaban, pero había algo de comunidad. Recuerdo ponerle crema a la gente con la piel quemada, pasarnos las cantimploras, en eso es fiel el arranque de Sirat . No hay posibilidad de conocerte hablando, pero muchas horas bailando, conectando visual y físicamente con personas, genera una amistad efímera mucho más amable de lo que pueda parecer si escuchas la rave a un kilómetro”.
“Fenómenos como este siempre existirán porque en él hay una especie de conexión muy arcaica”“Es –subraya Cris– un tipo de música que a mí me gustaba mucho, el drum and bass, el breakbeat, el hard tecno. Me conectaban mucho los graves, que en la película de Laxe también sale, eso de que parece que tiembla la tierra. Hay una relación con la música, pero también con el movimiento, el bote, la comunidad... Es lo que hace que creamos que nos conocemos mejor tras diez horas bailando con gente. Y luego, me gusta bailar de día, el aire libre”. Un momento dionisíaco: “Fenómenos como este siempre han existido, existen y existirán de una manera u otra porque hay ahí una forma de conexión muy arcaica”.
La cultura rave nace a finales de los ochenta con músicas que llegan de EE.UU. y calan en lugares como la Inglaterra thatcheriana y su baqueteada clase obrera. Simon Reynolds cuenta en el libro Energy flash. Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile (Contra) que “el partido de fútbol y la warehouse party [fiesta en almacenes] ofrecían a la clase trabajadora una de las pocas oportunidades de experimentar una sensación de identidad colectiva: la pertenencia a un nosotros en lugar de a un impotente y atomizado yo ”. En San Francisco, dice, las raves buscaban una conciencia superior y aclamaban al dj como un chamán digital. En Los Ángeles su explosión rave era más hedonista.
Lee tambiénReynolds habla del inicial acid house y de la importancia decisiva del MDMA, el éxtasis, y sus efectos de empatía. “Te lleva fuera de ti a una fusión dichosa con algo mayor que el mísero y aislado yo”, apunta, “es la droga del nosotros”. Y señala que en la cultura rave hay otro modo de usar la música, sin importar nombres de temas o artistas, y que “mientras el rock narra una experiencia, el rave construye una experiencia”. “¿Una cultura puede basarse en sensaciones en lugar de verdades, en fascinación en vez de sentido?”, se pregunta. Se responde: “A la vez que celebro su capacidad de vaciarme la cabeza, he descubierto que esta música tonta da muchísimo que pensar (...) utiliza el sonido y el ritmo para construir paisajes psíquicos de exilio y utopía”.
Uno de los que montaban raves a mediados de los noventa era el Pistolero, a quien el apodo le llegó por bailar con las manos como si disparara. “Teníamos un colectivo de amiguetes y montábamos raves por toda España. Sónar, Benicàssim, Festimad, Dragon Festival, la liábamos parda bajo un túnel o en un monasterio abandonado. Fluía una energía enorme, había llegado el tecno, la electrónica, y empezamos a montar fiestas porque en nuestro grupo muchos amigos querían pinchar, ser dj. Y esto nos daba mucha libertad, no tenías que pagar entrada, comportarte de cierta forma. Vendías latas de cerveza a un euro y salía para hacer la limpieza y comprar algo más de equipo”.
La cultura rave nace a finales de los ochenta con músicas que llegan de EE.UU.Y recuerda que “venía gente muy dispar, no tenías que ir vestido de ninguna forma. Te apetecía estar ahí. Y la potencia de la música movía a muchísima gente, que se cuidaba. Había ganas de descubrir personas”. Recuerda algún encontronazo con los antidisturbios, “aunque normalmente la policía solo te pedía que recogieras”, pero en el nuevo milenio una ley prohibió “los aparatos autoamplificados en la calle, te requisaban el equipo”. Eso echó a muchos atrás.
“Las drogas eran esenciales en ese momento de querer disfrutar la libertad, pero lo que se producía era una unión, como en una familia, había exaltación. La energía te invadía, sabías que iba ser espectacular, una noche abierta, que todo era posible. Eso motivó a todo el mundo a ir. Hoy siento que hay más abuso de drogas, gente muy joven muy pasada”, reconoce.
La catedrática de Estudios Culturales McKenzie Wark escribe en Raving ( Caja Negra) que le interesa “la gente para la que la rave es una práctica colaborativa que hace posible tolerar esta vida”, una práctica que abre un tiempo “fuera de todos los otros tiempos” y permite durante 75.600 beats “estar ausente de la terrorífica historia desde las once de la noche hasta las ocho de la mañana, para apreciar este otro tiempo y para apreciarnos las unas a las otras”.
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