Gombrowicz y aquel perpetuo cortejo de máscaras

Dos fuerzas que se atraen y se repelen –la afirmación obstinada del yo y su fuga constante– gravitan en torno a esa figura ambigua llamada Witold Gombrowicz, un ser probo en estrategias cosméticas de descolocación, escurridizo como una anguila, y quien no por casualidad, en el curso casero de filosofía que dictó para burlar la muerte, sostuvo: “Un artista debe ser esto y lo contrario”.
Por eso no deja de haber algo de broma final en Testamento, un libro a caballo entre la entrevista oblicua, el ensayo solapado y la autobiografía intelectual en el que Gombrowicz –que hasta entonces había dedicado buena parte de su vida a rehuir de la forma cristalizada– procura fijar una imagen de sí ante la posteridad. Pero si se mira en escorzo y se lee dentro de las coordenadas de la obra, lo que aparece es menos la afirmación de una soberanía final sobre el propio legado que la representación de su imposibilidad: todo esclarecimiento acaba por redoblar el enigma de la escritura.
La tentativa de clausura se convierte, así, en una apertura más, un movimiento que en lugar de sellar la figura del autor vuelve a situarla en el vértigo de lo inacabado, donde la palabra última no hace más que tender otra celada en ese perpetuo cortejo de máscaras. Para empezar, la puesta en escena de la entrevista.
Si bien el libro se presenta escrito en colaboración con el crítico francés Dominique de Roux, lo cierto es que Gombrowicz, demiurgo de la situación, logró invertir los términos del coloquio para hacerse cargo él mismo de las respuestas tanto como de las preguntas. Algo que sin duda recuerda a las argucias y estratagemas de sus propios personajes –Witold y Fryderyk de Pornografía, por ejemplo–, quienes, como directores escénicos, modelan la realidad a su antojo.
En lugar de diálogo, lo que hay es un simulacro de diálogo, una escena cuidadosamente orquestada en la que el supuesto interlocutor queda relegado a un papel secundario y el artífice de la astucia se erige en soberano absoluto de la conversación. Lo que aparenta ser un intercambio se transforma, entonces, en otra de las maniobras de Gombrowicz para trocar la vida misma en materia de estilo.
Por tal motivo Testamento puede leerse como una pieza más de la obra del autor de Ferdydurke; como el montaje de una suerte de sistema en el que se codifican las estrategias de distanciamiento irónico, el rechazo de la seriedad, el descentramiento como pilar estético y existencial. También como una prolongación concentrada de su Diario. Allí donde las entradas ofrecían un laboratorio de ideas, Testamento prefiere condensar los motivos centrales: la poética de la inmadurez y la forma, la sospecha ante la cultura oficial, la “sensibilidad” –según Bruno Schulz– “patológica a la antinomia”, la experiencia argentina como espacio de distanciamiento y el cruce entre su condición de expatriado y el afán de inmiscuirse en Europa desde la periferia.
Contrabandeando pasajes de Recuerdos de juventud, Gombrowicz relata sus orígenes en el seno de una familia perteneciente a la nobleza terrateniente polaca, cuyo abolengo decadente y sus rituales y protocolos vacíos le proporcionaron una conciencia temprana de vivir en un mundo dominado por moldes rígidos. Dado que no formaba parte de la burguesía ni tampoco de la aristocracia con verdadero poder, la indefinición, y pronto el desarraigo, se convirtieron, dice el más argentino de los escritores polacos, en su lugar de residencia, en su propia patria.
Para alguien convencido de que “el arte nace de la contradicción”, la familia no podía sino encarnar una primera escuela. La adustez de su padre en franco contraste con la inconsistencia de la madre, a quien las bromas de su hijo sacaban de quicio, le permitiría al joven Witold iniciarse en la mentira flagrante y el absurdo manifiesto, y así aprender “la heroica obstinación en el sinsentido, la solemne insistencia en la estupidez, la devota celebración del cretinismo”.
A medida que recorre su biografía y comenta en detalle cada una de sus obras, el autor de Cosmos desliza adagios (“La moral es como el sex appeal del escritor”, “la pintura es un mal maestro para el escritor”); ocurrencias (“Estoy del lado del proletariado y solo por eso soy enemigo del comunismo”); o rudimentos de un programa estético (“Mi política es debilitar las formas, indistintamente de si proceden de la derecha o de la izquierda”, “Desmentir, aunque solo sea un poco, este es hoy el más alto postulado del arte”). Incluso se perfila en contraste con el autor de Ficciones: “Borges y yo estamos en las antípodas. Él está enraizado en la literatura, yo, en la vida, yo soy en esencia antiliterario”.
Witold Gombrowicz dista de ser un escritor conceptual (“Mi escritura es juego, carece de intenciones, de un plan, de objetivos”), pero creó un mito en torno suyo como soporte de la obra que, en ocasiones, arrastra la marca y confina sus libros, desbordantes de inventiva, juguetones e irreverentes, a un segundo plano.
Tampoco él era ajeno a ello: Testamento concluye precisamente con el reconocimiento de haberse vuelto un esclavo de sí. Pero también con un atisbo de insurrección: “Deshacerme de Gombrowicz, desacreditarlo, destruirlo, sí, esto sería vivificante”. Sin embargo, enseguida comienzan los reparos: “¿Rebelarme? ¿Pero cómo? ¿Yo? ¿Un servidor?”. Fiel a sí mismo, el escritor se muestra y se retira a la vez; ofrece su yo para despojarlo de inmediato de toda pretensión de solidez. Y en medio de esa ambigüedad, Gombrowicz logra reencontrar su lugar.
Testamento. Conversaciones con D. de Roux, W. Gombrowicz. Trad. de Pau Freixa y Bożena Zaboklicka. El cuenco de plata, 160 págs.
Clarin





