Mussolini, el hijo del siglo: tan fascinante como repulsivo

Make Italy Great Again dice el actor Luca Marinelli encarnando a Benito Mussolini mientras rompe la cuarta pared. La frase atraviesa el corazón de M, el hijo del siglo (en Mubi), la serie dirigida por Joe Wright basada en la novela homónima de Antonio Scurati que narra el ascenso del dictador italiano desde la fundación del Partido Fascista en 1919 hasta su histórico discurso en el Parlamento Italiano en 1924, tras el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti.
Quien espere una serie biográfica clásica sobre el ascenso del fascismo en el siglo XX obtendrá algo diametralmente opuesto a sus expectativas. No se trata solamente de una reconstrucción de época sino de como los liderazgos autoritarios se consolidan cuando la democracia no da respuesta alguna y la ansiedad social se convierte en furia.
El relato de los hechos no es lo que pone incomodo al espectador. Mas bien es la forma de contar de Wright lo que lo que lo descoloca. Marinelli da y exige explicaciones a la audiencia todo el tiempo. Mussolini reclama ser comprendido.
La serie propone un viaje sensorial antes que histórico. La música electrónica compuesta por Tom Rowlands (uno de los dos integrantes de los Chemical Brothers) impregna el relato de una energía moderna, casi hipnótica, que rompe con la cronología y sitúa la acción en un tiempo indefinido, suspendido en los años 20 del siglo pasado y la inmediatez del presente. Esa sensación de “no tiempo” transforma cada escena en un espejo inquietante.
El montaje de la serie que combina archivos reales que dialogan con escenas en blanco y negro es por momentos confuso, con la intención de mostrarnos que realidad y ficción se fusionan para crear un relato disruptivo.
A lo largo de la historia recorreremos el desencanto del pueblo italiano. Los protagonistas no son solo los jerarcas sino también los olvidados: los excombatientes de la Primera Guerra Mundial, los trabajadores empobrecidos y los jóvenes sin futuro. Todos encuentran en Mussolini una esperanza, un cambio de rumbo que los llevará a hacia un mañana mejor.
Cada episodio revela el modo en que el discurso fascista se filtró en la sociedad italiana, en los cafés, en los periódicos y en las conversaciones cotidianas, hasta volverse sentido común.
La serie combina archivos reales que dialogan con escenas en blanco y negro. El líder fascista no aparece como un monstruo ajeno a su tiempo, sino como alguien que entiende el poder de los medios y de la emoción política. Mussolini crea su propia prensa, manipula la información, convierte los mítines políticos en un espectáculo circense. El realizador nos abre los ojos al nacimiento de una nueva era: el político que busca fascinar. El que entiende que tal vez la puesta en escena sea más importante que la verdad.
Wright no oculta su fascinación por el personaje. Su mirada se divide entre la repulsión y la fascinación. Esa ambigüedad es central: muestra que el peligro no solo radica en su violencia, sino también en su capacidad de seducir y constantemente nos preguntamos por qué sigue resultando atractivo el mito del líder fuerte, del hombre providencial que promete orden ante el caos.
Su meteórico ascenso –de militante socialista a primer ministro en apenas cinco años– provoca un eco que resuena con fuerza en el presente. La serie retrata un país donde la democracia liberal parece agotada y las instituciones ya no inspiran confianza.
Benito Mussolini en Roma, el 28 de octubre de 1922.
Foto: APM, el hijo del siglo también es una pintura de época. Un fresco que nos muestra una Italia hasta esos momentos monárquica tomada por revueltas proletarias que se suceden una tras otra. Poniendo a Mussolini en el centro de la escena como un outsider, combatiendo a una supuesta clase política añeja, cadavérica y corrupta. El líder fascista llega, literalmente para “pelear contra la casta”.
En el primer capítulo, una granada gira sobre la mesa de su escritorio. Es su personalidad: siempre al borde de estallar, alimentada por la tensión y el deseo de poder.
El proyecto no se limita a un ejercicio de memoria histórica. Es una reflexión sobre el presente. La serie revela como los regímenes autoritarios prosperan en contextos de crisis, cuando la incertidumbre y la precariedad se vuelven terreno fértil para el miedo. Frente a esa sensación colectiva, el autoritarismo ofrece certezas simples: un enemigo interno, una identidad nacional y un líder infalible. La serie de Wright retrata ese proceso con crudeza, confiando en la inteligencia de sus espectadores.
Mussolini y Adolf Hitler. M, el hijo del siglo no es solo una serie sobre el pasado, es una advertencia sobre el presente. El realizador reconstruye ese clima de época dominado por el desencanto, la violencia y la desinformación, un contexto en el que los discursos extremos vuelven a tener atractivo. Lo que se pone en pantalla no es solamente el nacimiento del fascismo, sino la anatomía del autoritarismo moderno: la facilidad con que las democracias, debilitadas por la incertidumbre, pueden ceder ante las promesas de orden y grandeza.
La serie no intenta cerrar el debate sobre Mussolini ni ofrecer respuestas definitivas. Su ambición es otra: mostrar como un siglo después, seguimos enfrentando los mismos dilemas. Porque lo que nos acecha (como sugiere su director), no regresa de la nada. Simplemente cambian de forma, de tono y de lenguaje.
Clarin




