Hermann Bellinghausen: El caudillo y los chicles

El caudillo y los chicles
Hermann Bellinghausen
U
no puede preguntarse por qué Antonio López de Santa Anna no tiene una estatua en Estados Unidos. Presidente recurrente (seis veces entre 1833 y 1847) y dictador al fin, entre las guerras que perdió y La Mesilla que vendió a los gringos, dotó al vecino del norte con buena parte su actual e inmenso territorio. Si no bastara eso, y siendo uno de los villanos favoritos de la historia nacional (acusado de traidor, cobarde y corrupto), bien le pueden agradecer los gabachos, y por extensión Occidente, la deliciosa oportunidad de mascar chicle, del normal y bomba.
La historia suele estar mal contada. Prevalece la versión colonialista de que la goma de mascar la inventó
el señor Adams de los populares Chiclets hacia 1870. Se trata de un hurto cultural más del imperialismo. Del mismo modo que América fue descubierta
, debemos
el chicle a un tal Thomas Adams, su hijo Horatio y su futuro socio William Wrigley Jr. En fin, capitalismo corriente.
Como suele ocurrir, el chicle no lo inventó nadie. Así como nadie descubrió esa fruta sensacional llamada chicozapote, de cuyo árbol se extrae la goma del chicle verdadero. Fue consumido en todo el trópico mesoamericano y Centroamérica desde el clásico maya cuando menos. Se extendió al centro del actual México y lo surtían en el tianguis mexica de Tlatelolco. Sobra decir que la costumbre de andar mascando goma continuó durante la Nueva España y la República independiente.
No fue la única área del continente donde los naturales
mascaban látex o gomas vegetales. Tanto en la Amazonia como en Nueva Francia y Nueva Inglaterra, aborígenes y colonos mascaban parafinas vegetales. Pero ninguna tan versátil y sabrosa como la del chicozapote, que los novohispanos llevaron a Filipinas, y de ahí se extendió a Indonesia, India y el sureste asiático.
Ahora en temporada, a precios razonables, el chicozapote (del náhuatl tzitcli, o chicle, y tzápotl, o zapote) es fruto suculento de un árbol de cuya savia se obtiene la goma, y su madera quemada proporciona un agradable sahumerio. El jesuita Francisco Javier Clavijero, en su Historia antigua de México (1781) expone que de la fruta chicozapotl (en mexicano) cuando está verde se extrae una leche glutinosa y fácil de condensarse que llaman los mexicanos chictli y los españoles chicle, la cual mascan por antojo las mujeres y sirve de materia a algunas curiosas estatuas en Colima
. Figuritas de chicle todavía son un recuerdito para los visitantes en Talpa, Jalisco, fallido destino del cuento rulfiano del mismo nombre y la película en CinemaScope de Alfredo B. Crevenna (1956).
Un buen chicozapote maduro, jugoso y enrojecido en la pulpa figura entre las mejores frutas del mundo. El chicle en cambio fue comparado en Norteamérica con el caucho, ese producto que ganaba preeminencia con la creciente necesidad de neumáticos a finales del XIX y que convertiría al sicópata rey Leopoldo II de Bélgica en dos cosas: un multimillonario y un genocida, pero en el Congo, que él hizo su propiedad privada para torturar y diezmar a sus pobladores, esclavizados por la extracción del caucho. Para eso mejor leer El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, o a WB Sebald en Los anillos de Saturno.
Según el peculiar glosario La generosidad de los indígenas: Dones de América al mundo (Fondo de Cultura Económica, 2003), de los investigadores francocanadienses Louise Côté, Louis Tardivel y Denis Vaugeois, de cuya información se hace uso en este comentario, en 1860, el extravagante e imprevisible general Antonio López de Santa Anna encontró refugio en Nueva York después de que los jefes de la Reforma lo expulsaron de México. Llevaba en su equipaje 250 kilos de chicle que pensaba vender como sucedáneo del caucho a fin de ganar un poco de dinero
.
Allí conoció a míster Adams, lo contrató de secretario y le encargó vender el material, con pobres resultados. Cuando su jefe regresó amnistiado a México (aunque no por mucho tiempo), Adams se quedó con el paquete (colgado
, bromean los historiadores canadienses). Insistió en promoverlo para neumáticos, pero resultaba chafa. Entonces recordó que su empleador y socio se la pasaba mascando esa goma constantemente para calmarse o pasar el tiempo. En 1870, cuando Adams lo vendió como parafina mascable con gran éxito, Santa Anna ya era oficialmente un traidor a la Patria
en México. Con las ganancias, al año siguiente Adams importó más chicle, hizo tiras del tamaño de un meñique
y lo endulzó. La gente se entusiasmó, y más cuando Horatio Adams le agregó sabores. El 21 de junio de 1876, Santa Anna moría pobre y olvidado en la Ciudad de México. En 1885, Horatio lanzó la bomba más pacífica de la historia, esa burbuja color de rosa que nos adorna la boca si soplamos tantito y que la Primera Guerra Mundial llevó a Europa.
El chicle se volvió un rasgo cultural estadunidense, y como tal nos rebotó. Clásico. Nos vinieron a vender nuestro propio chicle, pegó, y como pudo decir el caudillo collón, ahí sí ni chicles.
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