Francia y México a las armas, por un puñado de pasteles

Entre las posibilidades más ridículas para iniciar una guerra está la ofensa pastelera. No una invasión repentina, o un crimen de frontera, o un asalto de arsenales. Qué va. Todo el sindiós por una descortesía repostera. Es lo que ocurrió en 1838 entre Francia y México. La guerra duró casi un año. Unos soldados mexicanos prendieron la mecha cuando irrumpieron, algo pasados de rosca, al restaurante Monsieur Remontel en Tacubaya, barrio histórico de la zona poniente de Ciudad de México. Bebieron de más, comieron de menos y remataron con unos pasteles antes de la fuga sin abonar lo comanda. También rapiñaron, a lo loco, recipientes y sartenes. Esta pastelería era de fama y, entre los habituales, tenía al barón de Gros, encargado de supervisar, impulsar y proteger los negocios franceses en Tacubaya y alrededores. El propietario de Remontel exigió una indemnización de 800 pesos, un dinero fuerte en aquel tiempo.
Como estaba previsto, México hizo una michelada con las reclamaciones y ese gesto desdeñoso fue considerado por el rey Luis Felipe de Orleans la más alta de las afrentas diplomáticas. Empujada por los acontecimientos, con sonrojante grandeza y catastrófica desconsideración, el 16 de abril de 1838 la escuadra francesa declaró el bloqueo a México instalándose frente al puerto de Veracruz. Los de Orleans iban a por todas con una estrategia bélica más inútil y empalagosa que el merengue o el cabello de ángel. Es, cómo decirlo, casi una guerra para uno mismo. Fingiendo una guerra de verdad por un puñado de pasteles sólo es posible hacer el ridículo.
Francia, de paso, mientras bloqueaba el comercio marítimo de la zona por la manga de Veracruz, reclamaba tener preferencia en el comercio mexicano. Así no es posible hacer nada en serio. Si intentas dar miedo no puedes ir al rato pidiendo canonjías al ofendido. Qué desastre. Como el acuerdo diplomático no llegaba y los mexicanos preferían no pagar los pesos reclamados por los pastelitos, y tampoco estaban dispuestos a poner a Francia en la lista de países preferentes para los negocios, el 27 de noviembre de 1838 los franceses descargaron el hierro fundido de sus cañones en batería contra la fortaleza de San Juan de Ulúa. Estaba al frente de las tropas mexicanas desplazadas en Veracruz un general al que llaman Manuel Rincón y éste, lívido por la descarga de 200 bolas así de gordas disparadas desde los barcos franceses fondeados en en Golfo de México, decide por cuenta propia pactar con ellos, ofrece la capitulación de sus soldados dejando en la ciudad un destacamento simbólico por el qué dirán y solicita ocho meses para estudiar la situación. Con altura, como Rosalía. Ese Manuel Rincón era una ganga en cualquier guerra. Un regalito de Dios.
Cuando informan al presidente de la república de México, Anastasio Bustamante, de las decisiones acordadas con entusiasmo unilateral por el bendito general Rincón lo primero que le sale es mandar fusilarlo y regalar su cabeza jibarizada a los franceses, pero contiene la ira y tan sólo declara la guerra a Francia. Al frente sitúa al general López de Santa Anna y al otro gandhi le casca un consejo de guerra.
Pasaron los días, los ingleses ofrecieron sus servicios de intermediación y lo que nadie esperaba ocurrió. El rey Luis Felipe de Orleans aceptó cobrar los 800 pesos a plazos
Estamos en el 4 de diciembre. El general Santa Anna llega a Veracruz, baja del caballo y fueron dos verdes luceros de mayo sus ojos pa' ti. Esto debió pensar el príncipe Joinville, hijo de Luis Felipe de Orleans, cuando tuvo delante al mexicano deshaciendo todo lo acordado por la ameba de Rincón. Y aún más: dio a los franceses una hora para embarcar y dejar a México tranquilo. Empezó la guerra. En las calles de Veracruz se encresparon las bayonetas y los rifles. La lucha fue a una sola sangre. No había nada que ganar, pero unos combatían como si conquistaran México y los otros como si estuviesen defendiendo la nación entera de todos los enemigos posibles. La escueta tropa mexicana logra reagruparse y hace frente a los franceses, que celebran por error la captura del general Aristas cuando en verdad están buscando a Santa Anna.
Los franceses, presionados por el empuje de los nativos, van regresando a las lanchas para alcanzar su flota. Pero al bravo Santa Anna se le ofrece algo más: cortarles el paso en la retirada y allí abrir un agujero negro que los trague en el mar. La cosa no sale mal del todo. Los franceses se repliegan, pero un cañón que protege la retaguardia lanza un bolazo traicionero que desvencija al caballo del general y a éste le destroza la pantorrilla y le salta un dedo. Ya es un héroe por la vía rápida.
Pasaron los días, los ingleses ofrecieron sus servicios de intermediación y lo que nadie esperaba ocurrió. El rey Luis Felipe de Orleans aceptó cobrar los 800 pesos a plazos. Cutre, pero eficaz. Fue el 9 de marzo de 1839. Además los dos países prometieron cuidarse en las preferencias comerciales. La guerra terminó como acaban las cosas que no tienen mucho sentido. Los pasteles de Monsieur Remontel mantuvieron algunos años más el prestigio confitero en Ciudad de México. Los franceses olvidaron pronto este traspiés bobo y soberbio, pero antes de abandonar el sitio de su derrota se apropiaron de 70 cañones y una batería regalada por Felipe V a México. Perdieron, pero con botín de guerra. Esa es, creo yo, la genialidad.
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