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Tomás Balmaceda: “La red que nos entusiasmaba ya no existe”

Tomás Balmaceda: “La red que nos entusiasmaba ya no existe”

“Soy un convencido de que gracias a los entornos digitales estamos viviendo una transformación inédita en todos los ámbitos de nuestra vida”, dice Tomás Balmaceda, doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet. Cofundador de Grupo de Inteligencia Artificial Filosofía y Tecnología (GIFT), del Instituto de Investigaciones Filosóficas Sadaf/Conicet, su libro más reciente es Volver a pensar. Filosofía para desobedientes (Galerna 2024) y, entre viajes y más viajes, entre clases y más clases, encuentra el tiempo para pensar de qué modo la telaraña de redes sociales, medios de comunicación y la ciencia construyen y nos construyen.

El filosofo Tomas Balmaceda en su lugar de trabajo. Foto Maxi Failla.El filosofo Tomas Balmaceda en su lugar de trabajo. Foto Maxi Failla.

–Sos doctor en Filosofía, docente, académico. ¿Qué te interesó de la tecnología y cómo se cruzan esos dos universos que parecen, en principio, contrapuestos?

–Durante casi quince años mi interés académico giró alrededor de la filosofía de la mente. En paralelo, fue también creciendo como periodista orientado a la cultura digital primero en el suplemento Sí! de Clarín y desde hace una década los domingos en Viva. Eventualmente esos caminos se cruzaron y el interés por “el detrás de escena” de la inteligencia humana pavimentó el camino para que me interesara de qué hablamos cuando hablamos de máquinas que piensan. La filosofía, desde sus orígenes, se ocupa de las grandes preguntas humanas y creo que es claro que la tecnología reescribe muchas de ellas. ¿Sólo los humanos somos inteligentes? ¿qué es el conocimiento? ¿qué es la creatividad? ¿hay algo que nos haga únicos? Las tecnologías no son neutrales: están cargadas de valores, decisiones, visiones del mundo. Y si la filosofía no se mete ahí, ¿entonces dónde?

–En una entrevista, decías que tu generación creyó que las redes eran un potenciador de la democracia, pero que ahora las ven como un factor que la debilita ¿Qué pasó?

–Los que crecimos en el siglo XX nos fascinar con las redes sociales porque crecimos en una cultura de medios unidireccionales, donde unos pocos hablaban y los demás escuchaban. De pronto, internet nos prometía horizontalidad, autoexpresión, organización colectiva. Viví en carne propia cómo esas plataformas transformaron mi vida profesional y afectiva y fui testigo de cómo impulsaban movimientos sociales poderosos como #NiUnaMenos o #MeToo, que sin las redes no hubieran tenido esa fuerza ni ese alcance. Pero la red que nos entusiasmaba ya no existe. En algún momento, la lógica de las plataformas cambió. Botones como el retweet o el share, y algoritmos de recomendación que priorizan lo viral, reconfiguraron el espacio público digital. Empezaron a premiar el escándalo sobre la argumentación, la polarización sobre el matiz. Y lo que antes era un foro de discusión se volvió una arena de combate. Hoy veo con claridad que esa promesa de democratización no solo quedó trunca: se transformó en su opuesto. Las redes no son neutrales, están diseñadas para estimular nuestras vulnerabilidades cognitivas y emocionales. Por eso ya no basta con usarlas "bien": hay que repensarlas, criticarlas, desobedecer sus lógicas más nocivas. Y volver a pensar –como sociedad– qué tipo de conversación pública queremos tener.

–Otro aspecto de las redes es que observás que su lógica terminó permeando la forma de pensar y convivir. ¿Podrías darme un ejemplo de eso y explicar por qué pasó esto?

–Creo que lo vemos cada día aunque no siempre lo registramos. Un buen ejemplo es cómo las redes modificaron la idea misma de confianza. Durante mucho tiempo confiábamos en instituciones: medios, universidades, expertos… Hoy, en cambio, muchas personas desconfían de ellas pero creen ciegamente en un influencer desconocido que "parece auténtico". Otro ejemplo es la cultura de la cancelación. A diferencia del escrache de la década del 90, que tenía una lógica de señalamiento político, la cancelación es muchas veces impulsiva, alimentada por el diseño mismo de las redes: la necesidad de reacción rápida, la búsqueda de likes, la pertenencia a una manada digital. Esa lógica de hiperestimulación nos impide pensar con profundidad y nos vuelve más reactivos que reflexivos.

–¿Pueden terminar las redes y el uso de la inteligencia artificial por aniquilar la idea de la verdad como ordenadora del conocimiento y de la información?

–No creo que la aniquilen por completo, pero sí están debilitando seriamente su rol tradicional. Las redes y la inteligencia artificial no son simplemente tecnologías neutras: están diseñadas para captar nuestra atención, no para garantizar la veracidad. Eso hace que lo que se difunde y se viraliza no sea necesariamente lo verdadero, sino lo más atractivo, lo más indignante o lo más emocional. Y eso tiene un efecto corrosivo sobre el lugar que ocupaba la verdad en nuestras conversaciones públicas. Además, los algoritmos que deciden qué vemos y qué no operan con lógicas opacas y sesgadas. Reproducen patrones exitosos del pasado, consolidan el statu quo y tienden a reforzar nuestras burbujas. No buscan ampliar horizontes, sino mantenernos enganchados.

El filosofo Tomas Balmaceda en su lugar de trabajo. Foto Maxi Failla.El filosofo Tomas Balmaceda en su lugar de trabajo. Foto Maxi Failla.

–El uso de tecnología que nos guía por la calle, escribe por nosotros, encuentra lo que necesitamos y selecciona lo que sabe que nos gusta, ¿nos está volviendo menos inteligentes?

–No diría que nos está volviendo menos inteligentes, pero sí nos está transformando. Quizá no vivamos un descenso general de la inteligencia sino un rediseño de nuestras capacidades cognitivas. Delegamos funciones que antes ejercitábamos: recordar, orientarnos con un mapa de papel, buscar bibliografía o referencias en libros, escribir… Parece que tenemos menos atención sostenida, menos pensamiento profundo y más estímulos. Perder nuestra capacidad de lectura profunda no es solo no tener más una habilidad intelectual, sino perder una forma de pensar con otros tiempos y matices. Además, vivimos en un estado de "ahora perpetuo", siempre actualizando, clickeando, respondiendo. Nos cuesta sostener la atención, leer un texto largo, tolerar el vacío. Esa intolerancia temporal –la urgencia constante de información– erosiona nuestra capacidad de reflexión. La inteligencia, en este contexto, no es saber usar bien la tecnología, sino saber cuándo no usarla, cómo resistir su automatismo, cómo ejercer nuestra autonomía frente a lo conveniente. Y ahí, creo, la filosofía puede ayudar mucho.

Volver a pensar. Filosofía para desobedientes, de Tomás Balmaceda (Galerna).

Clarin

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