Pavese y los placeres que duelen

La figura de Cesare Pavese ha sido fácil de romantizar: un suicida joven con el corazón roto. De apenas 41 años, justo en su mejor momento artístico después de ganar el Premio Strega en 1950, exiliado en el sur de Italia por el fascismo en los 30, vinculado a la resistencia durante la guerra: el relato trágico y seductor casi se escribe solo.
Esa imagen sobrevivió más o menos intacta durante gran parte del siglo XX, hasta la publicación en 1990 de sus diarios completos, que complicaron el ideal pavesiano con una buena dosis de misoginia. Si bien es indesmentible que sufrió de amor en su vida, también es verdad que sus enamoramientos fueron caracterizados por grados insostenibles de idealización, por no hablar de insuficiencia sexual (la inseguridad masculina parece haber jugado un rol tan importante en sus agonías como los sentimientos más nobles).
Nada de eso debería restarle a la lectura de sus novelas; de hecho las enriquece, añadiendo profundidades nuevas a sus personajes jóvenes y más o menos perdidos. La relación difícil del autor con el sexo en particular ilumina los encuentros y desencuentros que presentan sus ficciones. Escritos en una década de notable productividad –más o menos a un ritmo de uno al año entre 1940 y 1950, cuando estaba trabajando en traducciones canónicas del inglés–, estos libros forman un especie de comedia humana italiana de mediados de siglo XX: tramas sencillas, prosa clara y sin rodeos, y, su mayor contribución a la literatura, una atmósfera frágil y elegante, teñida de esperanza y fatalidad en medidas iguales.
Las dos recientes publicaciones de El hermoso verano y La playa, en traducciones nuevas y buenas de Silvio Mattoni, son excelentes ejemplos de la obra de Pavese sin llegar a las alturas de La luna y las fogatas. La novela El hermoso verano, publicada originalmente en 1940, se centra en Ginia, una huérfana de 16 años que trabaja de costurera. Trabaja, vive con su hermano y, como estamos en Italia, cocina, limpia y lava para él. Pero, para parafrasear a Jane Austen, es una verdad indiscutible que todo adolescente debe andar buscando sexo y nuestra protagonista, lo sepa o no, no es una excepción.
Después de descartar una compañera de salidas por estúpida y fácil, Ginia tiene la suerte (ambigua) de conocer a Amelia, una chica mayor y experimentada y modelo de artistas, una ocupación que para Ginia tiene todo el glamour y la emoción escandalosos que anduvo buscando. Buena parte de la energía de la novela deriva de su rivalidad, agudizada cuando Ginia se enamora de un pintor amigo de Amalia (el simbolismo de la fricción entre arte y realidad, presente en los diarios, aparece de un modo un poco torpe aunque perdonable en una obra temprana), con resultados felices y no tanto. El lector decide si Ginia termina perdiendo su inocencia o no.
La playa, otra novela temprana, tiene rasgos autobiográficos más claros. Un profesor de Turín, supuestamente sin ganas, acepta la invitación de un viejo amigo de pasar el verano con él y su mujer en la costa de Liguria. El profesor pone como condición tener su propio alojamiento, pero su interés parece reavivarse cuando el amigo lo lleva –sin la mujer– a su pueblo natal en las colinas, sugiriendo problemas entre la pareja. Sin embargo, sería un error enfocarse en las tramas de Pavese.
Generalmente lo que no pasa es tan importante como lo que efectivamente sí; los deseos incumplidos y frustrados, las limitaciones de una sociedad reprimida –y represora–, las falencias de los personajes, esa relación tan rara con el sexo… Estos elementos, combinados con la subyacente apreciación de los placeres a veces dolorosos de la existencia, producen una mezcla única que sigue perdurando en la memoria de los lectores.
La playa y El hermoso verano, Cesare Pavese. Traducción de Silvio Mattoni. Caballo Negro Editora, 92 y 118 págs.
Clarin