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Cuando el mensaje llegó, María llevaba dos horas muerta. Ángela estaba despierta, en parte porque en el grupo de amigos alguien había avisado de que esa sería su última noche. Nunca habían sido demasiado íntimas más allá de los planes comunales y llevaban casi quince años viéndose solo en eventos esporádicos, pero la noticia la desveló. Ángela le tenía un miedo terrorífico a la muerte. No lograba sacudirse la certeza de que alguien encontraría una solución de inmortalidad tecnológica antes de que le tocase a ella. La ficción había sido más fácil de sostener cuando tenía diecinueve o veinte años, justo en la época en la que María y los demás formaban parte de su paisaje cotidiano. Acababa de cumplir cuarenta y seis. La ciencia no tenía prisa, pero Ángela sí.
Querida Ángela, decía el correo. No te asustes. Escribí este mensaje hace mucho tiempo, y ahora procedo a programarlo para que te llegue cuando creo que ya no estaré. Sé que no hemos hablado demasiado últimamente (en mi defensa, tú nunca tuviste muchas ganas de hablar conmigo), pero quería pedirte algo. Cuando yo me vaya, Sebas se va a quedar destrozado. No me refiero solo a lo lógico y esperable, sino más. Sebas no sabe estar solo, por mucho que en su juventud se las diera de bohemio e independiente.Tiene muchas neuras, no es capaz de dormir solo, necesita a alguien que lo apoye constantemente y lo sostenga. Me gustaría que ese alguien fueses tú. Aunque la hayáis manejado de forma muy diferente, sé que tenéis el mismo tipo de angustia, una que a mí siempre me ha resultado incomprensible, y quizás os entenderéis mejor que nos entendíamos nosotros en algunas cuestiones. También sé que Sebas estaba enamorado de ti cuando éramos unos críos. Jamás he querido averiguar si pasó algo o no; y ya no importa. Y sé que estás sola. Seguro que dirías que estás sola porque quieres, pero ya tienes una edad para andar carreteando sin rumbo.
Tengo la convicción de que serás feliz junto a él. Durante estos últimos meses de agonía he estado preparando listas y tablas de lo que le gusta a Sebas, de cómo hacerlo feliz y de cómo calmarlo para que lo conozcas tan bien como si de verdad hubierais pasado todos estos años juntos. Te las adjunto. Por favor, no lo dejes solo. Es mi última voluntad. Si dudas, dale al menos tres meses de prueba a mi petición. Diría que es la media de lo que suelen durar tus relaciones, así que creo que no es pedirte demasiado.
***
—Es una locura –valoró su amiga Raquel mientras compartían un cigarrillo sobre el capó—. ¿No te lo estarás pensando?
Habían quedado para ir juntas al velatorio en coche. Ángela no tenía uno (ni sabía conducir) y además ninguna quería presentarse en soledad. La última vez que el grupo se reunió fue hacía dos años, en el décimo aniversario de boda de Andrea y Patricia. Como era cada vez más común, Ángela se pasó casi todo el tiempo al lado de Raquel, sin sentirse del todo integrada con el resto y sin ganas de intentarlo. Ya no tenían tanto en común. Sus mejores ratos en compañía, ya borrachos, eran recordando anécdotas que cada vez resultaban más lejanas.
—No –mintió Ángela—. Es…
—Qué fuerte que reconociera que Sebas estuvo enamorado de ti a la vez que preparó todas esas listas —añadió, ya dentro del coche—. Supongo que por eso no te soportaba.
Mientras conducía, Raquel y ella repasaron lo que sabían del resto del grupo, quiénes iban a ir al velatorio y quiénes no, qué habían hecho últimamente, aunque Ángela tenía la cabeza en otra parte. Era cierto que la relación entre María y ella siempre había sido tensa, pero no creía que se debiera solo a Sebas. Eran muy diferentes: Ángela jamás se habría casado con veinticinco años, jamás habría gastado sus últimos días haciendo listas de cómo tenían que ser las cosas después de su muerte, jamás habría prestado tanta atención a una pareja como para poder poner por escrito cuestiones de vergonzosa intimidad, que incluían detalles como que los pimientos siempre le daban gases. Era demasiado normal y excepcionalmente organizada para todo, un ratoncillo cobarde obsesionado por las formas.
Nunca comprendió qué había visto Sebas en ella, y en cierto modo su boda la ofendió. Era cierto que él había estado enamorado de ella desde que se conocieron. Incluso habían tenido un affaire durante un verano en el que todo el mundo (también María, que entonces ya era su novia) estaba por un motivo u otro fuera de Madrid. No se lo contó a nadie, ni siquiera a Raquel, y cuando el curso universitario comenzó se separaron. Dos semanas antes él le había dicho que creía que nunca había estado tan enamorado de nadie y que estaba dispuesto a dejarlo todo (esto es, a María) por ella, pero Ángela dijo que no creía que fuese buena idea. Pasaron los siguientes días entre discusiones y lloriqueos que no la hicieron cambiar de opinión, hasta que Sebas dijo: «Vale, lo acepto» y le regaló la que tal vez había sido la semana más feliz de su vida. Pensó que se trataba de un cambio de estrategia para conquistarla, y por eso la sorprendió tanto que él hiciese lo que dijo que iba a hacer cuando acabase el verano (alejarse y no dirigirle la palabra excepto en público) y que tres meses más tarde anunciase que María y él iban a casarse.
Una parte de ella siempre quiso que insistiera, o que cancelase la boda, o que volviese a ser infiel, con ella o con otra. No sucedió, que supiese. Tal vez por eso llevaba más de una década evitando a ese matrimonio.
—¿Crees que habrá mucha gente? –dijo Raquel, mientras aparcaba—. Espero que no. No soporto los velatorios. Deberíamos haberlo pensado mejor. Con ir al entierro habría sido más que suficiente.
Sí la había. María era la clase de persona que estaba implicada en cientos de grupos y comités, y ostentaba un rol esencial en casi todos ellos. Nunca habían tenido hijos (lo cual, en retrospectiva, era bastante extraño), pero había sido voluntaria en una ONG de adolescentes con problemas, catequista y monitora en los campamentos de verano gratuitos del ayuntamiento hasta casi el final de sus días, así que sí había muchos niños y jóvenes acompañados de sus padres. Raquel y ella los esquivaron y se dirigieron hacia la salita en la que servían café y pastas, justo antes de la del cadáver.
—¿Crees que estará el ataúd abierto?—le susurró Raquel, y Ángela no supo qué contestar. A María le pegaba ese último acto de egocentrismo, pero también había sido muy mojigata, y quién podía negar que había algo obsceno en un cuerpo expuesto y maquillado para que lo vieran todos.
***
Cerrado. Era una suerte que así fuera, pues a Ángela ya le costó demasiado quitarse de encima la sensación de que María la observaba cuando por fin le tocó abrazar a Sebas, que parecía, como su esposa había predicho, destrozado. Aunque llevaban años sin rozarse siquiera en los saludos obligatorios, él la asió con la misma desesperación que la había agarrado antaño y apretó la barbilla contra su coronilla. Siempre había sido mucho más alto que ella, pero los años lo habían hecho menos desmañado. Cuando era joven parecía un insecto palo que se había hecho torpe al alcanzar dimensiones humanas. Con algo más de peso y el traje negro era del todo un hombre. Seguía usando la misma colonia que en su juventud, o quizás su olor corporal era tan reconocible para ella que daba igual con qué perfume lo matizase.
Su abrazo no debía significar nada, pues procedió a abrazar a Raquel y luego a Patricia del mismo modo. «Andrea no ha podido venir», les dijo esta cuando Sebas se fue a saludar a otro grupo, «las cosas no van bien. Es posible que nos separemos». Esa era la lógica de todos los entierros y velatorios a los que Ángela había asistido: tras un primer momento de pena, auténtica o fingida, la mayor parte de los invitados solo querían hablar de sí mismos de la misma forma en la que solían hacerlo cuando la excusa para reunirse no era una muerte. Había muy pocas cosas que le interesasen menos que la ausencia de Andrea, pero se vio obligada a escuchar mientras observaba a Sebas por encima del moño de su amiga. Apenas lo dejaban solo, y cuando tenía unos segundos entre pésame y pésame él clavaba los ojos en el horizonte como si viera algo fascinante e invisible para el resto, y Ángela se descubrió queriendo saber de qué se trataba. En uno un poco más largo que los demás, se libró de Patricia y le cogió el codo.
—¿Quieres un vaso de agua? –le ofreció, siguiendo las instrucciones de María. No había podido evitar leerlas, incluso cuando estaba segura de que no iba a seguirlas—. Tal vez también te venga bien tomar el aire.
Era la primera vez que estaban solos en mucho tiempo, pero a él no le extrañó su ofrecimiento. Aunque no le conviene, muchas veces resulta más hablador si se está fumando un cigarrillo, había escrito María, así que ella se lo tendió. No creo que haya ningún problema con que fume un par de meses cuando yo me haya ido. Fui yo quien lo obligó a dejarlo. Solo asegúrate de que, con el tiempo suficiente, vuelva a quitarse.
—Hoy no estoy tan mal –confesó Sebas cuando le dio uno, la vista fija en la carretera frente al tanatorio—. Mi hermano va a pasar la noche conmigo para poder ir al entierro. Lo que me da miedo es el día siguiente. No sé qué voy a hacer solo en esa casa.
—Si quieres puedo ir contigo hasta que estés mejor. Me quedaría en la habitación de invitados, claro. Solo si a ti te va bien, claro.
Él se volvió para mirarla y entonces Ángela se dio cuenta de que tanto María como ella se habían equivocado. Jamás había estado en su casa, ¿cómo demonios podía saber que tenían una habitación de invitados? Sin embargo, el brillo de los ojos de Sebas no se debía precisamente a la lucidez, y volvió a cogerla por los hombros y a hundir la cabeza en su pelo. No lo tenía precisamente recién lavado, se había arreglado poco para demostrarse a sí misma…¿qué? En ese momento la avergonzó, su pelo sucio, aunque Sebas no pareció darse cuenta.
—Muchas gracias, An. –Era así como la había llamado en el pasado, solo durante aquellos meses—. Si no te importa, significaría mucho para mí. Intentaré no molestarte demasiado.
***
Por supuesto que él no querrá dormir solo, pero se sentirá mal pidiéndotelo, o traidor a mi recuerdo, había escrito María en uno de sus documentos. Lo que tienes que hacer esa primera noche es… Ángela obedeció: se acostó en la cama de invitados después de que pidieran comida china (también sugerencia de María) y se dieran un casto abrazo de buenas noches. Una hora más tarde llamó a la puerta de Sebas, como María había sugerido.
—No puedo dormir — dijo, y se sentó en una esquina de la cama, algo que jamás habría hecho por su propia voluntad. ¿Cómo lograron acostarse aquel verano?
—Si quieres puedes quedarte aquí –contestó él después de sopesarlo unos minutos—. A mí también me vendrá bien. Tampoco sería la primera vez que dormimos juntos, precisamente.
—¿Seguro que no te importa?
Él esbozó la misma sonrisa tímida que tantas veces había visto en el pasado y se limitó a tumbarse de nuevo en la cama, dejándole un hueco a la derecha. Era obvio que se trataba de su lado habitual, así que el espacio que le dejaba había sido de… Mejor no pensar en ello, tumbarse y esperar a que él tomase la iniciativa de si hablaban o no, de si se tocaban o no lo hacía, si mantenían la luz encendida o apagada. No creo que quiera tocarte al inicio, así que no lo fuerces. Puedes, si acaso, apretarle el brazo cuando él se dé la vuelta para dormir y ver si quiere que lo abraces. Sucedió exactamente así, y aquella noche durmieron abrazados. Casi le molestó lo exacta que había sido María en sus indicaciones, lo bien que había llegado a conocerlo. Recordó entonces lo bien que había dormido con él aquel verano, mejor que en casi ninguna otra época de su vida: Sebas tenía una respiración profunda pero silenciosa, la clase de ruido de fondo que otros encuentran en el mar o en un traqueteo de tren. Aunque pensaba que no lo lograría, perdió la conciencia segundos más tarde. «¿Por qué me hiciste este regalo, si ni siquiera te caía bien?», habría querido preguntarle entonces a María, arrullada por la calidez de Sebas. Debía amarlo de verdad, era eso. Debía haber sabido que sería buena para él.
***
«Tres meses, ni más ni menos», se dijo cuando por fin Sebas le sugirió que moviese sus cosas a la casa, a principios de febrero. No solo era lo que le había pedido María (que, por cierto, había estado más que equivocada en su pulla final: Ángela sí había tenido relaciones que durasen más de tres meses y, ¿a quién se le ocurría insultar una última vez a la persona a la que le estás pidiendo un favor? Cada día la detestaba más), sino que era lo que había durado su relación aquel verano y le parecía poético emularlo, aunque de forma diferente.
Por mucho que hubiesen pasado veinte años, se sorprendía comparando aquella historia con la de su presente: en la primera semana del verano de 2020 no se habían acostado, como en esta. En la segunda semana de 2010, ella le había hecho un regalo, un detalle absurdo, un boli, así que lo repitió y le compró una pluma. En la tercera, por fin se acostaron, y así sucedió otra vez, como más o menos había predicho María. En eso no había seguido sus normas: sabía perfectamente cómo acostarse con Sebas y estaba convencida (después de leer ese documento en particular, solo por curiosidad malsana) de que su sexo había sido y era mucho mejor que el que tuvo el matrimonio. Casi la apenaba, imaginar a Sebas tanto tiempo sin una pasión así, y se esforzaba por compensar su larga ausencia con un exceso de calidez. Él parecía agradecerlo. Siempre la tocaba como si su contacto fuese absolutamente necesario para la vida.
Sin embargo, en el resto de cuestiones sí obedecía a María: le preparaba el desayuno para facilitarle lo duras que le resultaban las mañanas, pero dejaba que él hiciese la cena para que tuviese la ilusión de que ayudaba en el hogar (aunque él lo dejaba todo hecho un desastre: habría sido más fácil prepararlo ella misma que gestionar el desorden). Para comer hacía sus recetas favoritas o recurría a los tápers con los que María había atestado el congelador, como la madre de Tony Soprano. Le subía las piernas al regazo cuando se sentaban en el sofá y, si él no tenía la iniciativa de qué poner en el televisor, tenía una útil guía para adivinar cuál sería el programa adecuado. Para cumplir con los requisitos de limpieza que parecían imprescindibles (o eso decía María: a Ángela no le parecía que él fuese tan limpio), había pagado a una limpiadora que venía dos veces por semanas y, entre otras, cosas planchaba las sábanas, algo que Ángela no habría sabido ni cómo empezar a hacer. Los miércoles iban al cine, los sábados leían juntos en la cama y paseaban por el Retiro. Se aseguraba de parecer ocupada todos los viernes para que él se animara a salir con sus amigos del club de natación sin sentirse culpable de abandonarla. El resto de días eran tan cotidianos que habría sido difícil saber qué hacían, si no fuese porque en realidad todo estaba por escrito en los archivos y tablas de María.
Tal vez por la repetición constante de lo mismo, los tres meses habían pasado demasiado rápido. «Tendré que irme igualmente», se decía Ángela cuando volvía del trabajo con más prisa de la acostumbrada, pues Es importante que estés a la hora de comer, y que haya algo caliente en la mesa. Si no te da tiempo, descongela algo o cómpralo. Sin embargo, no la irritaba tanto como había creído correr en el metro o dejar trabajo a medias que antes se habría quedado acabando hasta bien entrada la tarde. Salir a la hora tenía sus virtudes, igual que pasar largas tardes en casa. A Raquel solo la veía algún viernes, y al inicio había mantenido a uno de sus amantes justo para esas tardes, como acto de rebeldía contra los designios de María. Sin embargo, tras un par de semanas acostándose con Sebas, hacerlo con él le resultaba obsceno, así que lo dejó. «Tendré que irme igualmente o el espíritu de María me absorberá», se repitió aquel día, mientras entraba en un supermercado y oteaba deprisa la sección de comida preparada y elegía dos platos de lentejas con chorizo. Solo quedaban cinco días para que se cumpliese el plazo. «A Sebas le dolerá al principio, pero seguro que podéis construir una relación mejor ahora que él ya empieza a estar bien. Algo que se parezca un poco más a aquel verano, a cómo a ti te gusta vivir tu vida».
Cogió tres platos de lentejas. Si llegaba antes que él, podría ocultar los envases al fondo de la papelera y volcarlos en una olla para fingir que las había hecho ella misma, lo que resultaba más creíble si la cantidad era abundante.
***
Él la sorprendió cuando estaba en el baño. Llevaba esperándolo casi una hora. Para aquel entonces, las lentejas se habían calentado y enfriado un par de veces en la vitrocerámica. Estaba irritada, así que no quería ni imaginarse cómo se sentiría si de verdad las hubiese preparado con sus manos. María de repente le pareció heroica, ¿cómo había aguantado tanto tiempo de devoción? Él tiró las llaves y la cartera de cualquier forma, igual que siempre. Ángela había aprendido a odiar ese sonido con la misma fuerza con la que había aprendido a amar a la puerta abriéndose cada mediodía.
—Ya salgo –dijo, y tiró de la cadena—. Quizás ya se han enfriado.
—He comido ya –contestó él, sin entrar en la cocina.
Se quedó de pie en el salón, con la misma mirada de desorientación que Ángela le vio el día del entierro. La vocecilla de María se coló en el fondo de su psique: Sebas nunca come fuera, así que este paso es realmente importante. Al menos no sin avisar, y jamás si puede evitarlo. Había sido tan exacta en todo que costaba creer que se equivocase.
—¿Sucede algo?
—¿Te acuerdas de cuando estuvimos juntos hace unos años? –respondió Sebas, sin mirarla—. Quizás te parece una estupidez, pero desde que te mudaste aquí he estado comparando nuestra relación de entonces con la relación de ahora. Qué cosas se parecían a como fueron entonces y cuáles no. En qué íbamos más rápido y en qué más lento. –Pese a que no la miraba, Ángela se esforzó por mantener una expresión neutra.—A lo mejor te parece ridículo, pero me acuerdo de aquel verano de memoria.
—No me lo parece. Yo también…
—A veces, cuando me he sentido atrapado –la ignoró. Ni parecía consciente de su presencia física en el cuarto—me he entretenido imaginándome cómo habrían sido las cosas si no lo hubiéramos dejado entonces, si yo hubiera insistido un poco más o tú te hubieras arrepentido. Ni siquiera imaginaba cosas excepcionales, solo una prolongación de esos meses que no se llevaba del todo bien con la vida adulta. Pero me gustaba imaginarla. Durante algunas épocas de mi vida casi la vivía a tiempo real: imaginaba lo que me aconsejarías hacer sobre tal o cuál cosa, cómo le quitarías importancia a las cosas que otros consideraban demasiado relevantes, qué cenaríamos, cómo pasaríamos el fin de semana. María lo sabía. No sé cómo, pero acabé contándoselo una de las veces que fuimos a terapia de pareja.
—Es bonito –lo interrumpió—. No hace falta sentirse avergonzado.
—Fue horrible por mi parte, pero en cierto modo me alegré cuando te acercaste en el entierro, por mucho que María todavía… En fin, por mucho que María llevase ausente muy poco tiempo. Pensé que quizás ahora…
—¿Qué?
Se acercó para intentar abrazarlo, pero él dio un paso atrás y se sentó en el sillón orejero, de una sola plaza.
— Te pareces mucho a ella, ¿sabes? –dijo, otra vez sin mirarla—. Más de lo que nunca habría imaginado.
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