Roth, Bukowski, Fitzgerald, Lowry... ¿habrían sido mejores escritores sin el alcohol?
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Uno de los primeros libros de Alejandra Pizarnik (1936-1972) tras volver a Buenos Aires, después de estudiar en La Sorbona de París, lo tituló
París la volvió loca de placer y de ansiedad, de compañía y de soledad. Se relacionó con algunos de los más importantes escritores del siglo XX. Se psicoanalizó y consiguió ir vinculando su poesía con sus contenidos mentales alterados que cada vez afloraban más intensamente.
La fusión entre una vida intensamente pasional, la literatura y la influencia de sus relaciones intelectuales, con una vida sexual homo y hetero no bien gestionadas, le creaban estados de gran excitación y ansiedad. A eso hay que añadir que el ambiente que le rodeaba festejaba sus excesos. Comenzó a tomar pastillas para escribir y otras para dormir. Hubo de ingresar varias veces en hospitales psiquiátricos. Su producción poética decaía. No era factible en el estado anímico en que se encontraba.
Su poesía no resulta fácil ni complaciente. La mezcla entre felicidad infantil y presencia de la muerte es dura y eficaz. Sus últimos versos:
"No quiero ir Nada más
Que hasta el fondo"
Una de las numerosas definiciones acerca de la personalidad es la de un sistema de obtención de equilibrio personal. Cuando las circunstancias se hacen difíciles, las modificaciones necesarias de la personalidad hacen que esta se convierta en bizarra, extraña o claramente desajustada. Aunque en ocasiones, no se lleguen a ver esas alteraciones de la personalidad como locas o impropias.
Si la narración que uno va produciendo acerca de sí mismo se hace inaceptable, resulta necesario entonces activar algún procedimiento para soportarlo. Uno de ellos consiste en desarrollar pensamientos obsesivos que se centren en una minucia (la contaminación, la limpieza...) y eludan, en cierta medida, la angustia del pensamiento doloroso, devolviéndonos así, a un estado de cierto equilibrio. Idéntica función ejerce la rigidez de carácter, con la que se impide ampliar el horizonte de comprensión y percepción. También se puede aplicar esta definición al delirio.
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Volvamos a considerar la posible relación entre la psicosis y la creación literaria. Castilla del Pino insiste, contrariamente a lo que con frecuencia se afirma, que para el delirante sus ideas no son una creencia que sostiene, sino una evidencia que tiene. De ahí que sean tan irreductibles a la crítica y la experiencia. Ciertamente, el delirio es un problema psicopatológico y también una dimensión de la condición humana, siempre necesitada de ser alguien, de tener una explicación, de comprender algo de lo que le acontece, aunque lo haga mediante una narración loca. Razón por la que se trata de un proceso evolutivo. En el delirio no se cae, al delirio se llega. El ser humano no vive en una realidad que conoce y capta objetivamente, sino que esa realidad la crea de una forma egocéntrica y egotista. Desde y para sí. Y esto no es un defecto o un problema moral. Es la esencia humana y, por tanto, no modificable. El ser humano, sostiene Castilla del Pino, vive instalado en el error. Dicho de forma más frívola, estamos todos algo locos. Con ello obtenemos que la realidad se aproxime un poco más a lo que queremos o necesitamos. A pesar de eso, es un error adaptativo. Nos sirve para vivir con mayor facilidad.
Siempre queremos confirmar que lo que sentimos, creemos y percibimos es lo verdadero. Se trata de un deseo erróneo que, a pesar de ello, suele ser conveniente, el problema reside en que no siempre lo hacemos de forma adecuada y bien adaptada y, en los casos extremos, tiene consecuencias. En este caso estamos ante el delirante y sus dificultades de inserción en su comunidad y de manejarse con su propia vida. La corrección de ese error es muy difícil y siempre dolorosa ya que deja a la persona desguarnecida. Cuando en escasos momentos Don Quijote acepta ser Don Alonso Quijano, queda sumido en la desolación. Esa aceptación es una forma de conversión, es la de Pablo de Tarso cayendo del caballo y cambiando radicalmente de vida. Para bien o para mal. Lo habitual es persistir en el error e incluso acrecentarlo, con lo que la vida y su interpretación se vuelve rígida y limitada. El delirio real, no el literario, es aburrido, por florido que se manifieste.
Vivimos en el error, en el relato, en una teoría falsa acerca del mundo. No se puede prescindir de eso. Es útil. Esta realidad de seres narradores nos acerca a todos ligeramente a lo literario, pero solo algunos son capaces de construir a partir de esa aproximación lo que llamamos literatura.
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Un caso particular dentro de las alteraciones de la personalidad tiene relación con el alcoholismo. Su consumo es causa y efecto de muchos trastornos. Esta curiosa sustancia psicoactiva, usada según los registros arqueológicos desde el inicio de la humanidad, tiene la particularidad de que a dosis no muy elevadas disuelve los límites que estructuran el funcionamiento cerebral. Produce una cierta liberación de los controles racionales y morales de los que la mente está dotada, para garantizar una buena inserción en las estructuras grupales. Esa libertad es aprovechada por algunas personas para ser unos pelmas y en otras constituye un buen trampolín para desarrollar la creatividad de la imaginación. Sería el caso de William Faulkner. Su influencia en la literatura radica tanto en aspectos técnicos, pensemos en el desarrollo del monólogo interior, en el multiperspectivismo, en la oralidad de la narración, en el manejo no cronológico del tiempo en el relato, como en los temáticos: la decadencia de una familia, el fracaso, la creación de un territorio ficcional propio donde radicar un ciclo de relatos, la obsesión por la historia, la combinación de localismo y universalidad. Faulkner era un hombre con frecuencia ensimismado, escasamente interesado en la educación formal y muy aplicado para escribir. De hecho, era un hombre compulsivo al menos en tres actividades: leer, escribir... y beber. Cualquier momento era adecuado para realizarlo. Algunos críticos adjudican al alcohol los más impactantes hallazgos técnicos mencionados. En ese caso sería el más espectacular y fructífero efecto de una patología tan destructiva como el alcoholismo. De cualquier manera, esa eficacia no fue muy duradera. La bebida acabó por ganar la batalla y ahogar su creatividad. Cuando llegó ese momento había conseguido escribir algunas de las más importantes obras de la literatura universal.
Sobre el autor y el libro
Rafael Manrique es doctor en Medicina y Psiquiatra por la Universidad de Cantabria. Becario del Fondo de Investigaciones Sanitarias y de la Universidad de Massachusetts en el Berkshire Medical Center, ha publicado diversos ensayos sobre psicoterapia, sexualidad, viajes, pensamiento crítico y cine, entre los que se encuentran Del gen al género, Subversivo, La mente infinita (junto a Begoña Cacho), así como la novela El gran vacío amarillo, junto a Silvia Andrés Serna.
En su nuevo ensayo Locura y literatura (Ediciones El Desvelo / Altoparlante) Rafael Manrique reflexiona sobre la relación existente entre los desequilibrios mentales y la genialidad a nivel literario. Kafka, Silvia Plath, Alejandra Pizarnik, David Foster Wallace, Cesare Pavese, Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Gabriel Ferrater, Leopoldo María Panero, Edgard Allan Poe y Fernando Pessoa son algunos de los nombres que desfilan por las páginas del libro y que forman parte de la lista de escritores atormentados, que tuvieron dificultades vinculadas a la salud mental, que sufrieron depresión o adicciones, que se quitaron la vida o pasaron una parte de ella en psiquiátricos.
Igual de relevante es el caso de Francis Scott Fitzgerald que, entre sus complicadas relaciones amorosas y un terrible alcoholismo, no tuvo tiempo de escribir más que cinco obras, eso sí, todas magníficas...
No muy diferente es la historia de escritores quizá no tan importantes pero muy valiosos como Charles Bukowski (1929-1994), capaz de hacer precisas descripciones de un terrible mundo, desolado y cínico. Un ejemplo: Erecciones, exhibiciones e historias generales de locura ordinaria. Según dicen en su lápida está escrito: "No lo intentéis".
Joseph Roth (1894-1939) obtuvo éxito literario, aunque su vida contara con muchos problemas. La llegada del nazismo le obligó a huir de Viena y vagó por muchas ciudades europeas hasta que aterrizó en París, donde, al final, murió.
En su novela
La leyenda del santo bebedor tiene relación con las obras acerca de bufones o, más bien, de profetas, locos y solitarios. En ella, Andreas, en lugar de elegir un camino de sobriedad y acción, se inclina por la vía del alcohol, de igual forma que Roth. Ello le conduce a una irrealidad satisfactoria en alguna ocasión, pero a medida que el tiempo avanza, a la destrucción y al delirium tremens. Roth era un hombre firme y frágil que pagó caro los deseos de ser independiente, no rindiéndose hasta que su cerebro colapsó.
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No se puede escribir sobre literatura y alcohol sin hablar de Malcolm Lowry (1909-1957), que vivió para esas dos pasiones, obsesiones o destrucciones, según la óptica con que se mire. Un escritor, un hombre turbulento, pasional y autodestructivo como pocos. Con su mujer se muda a Cuernavaca, México, en un intento ya baldío de salvar su matrimonio y abandonar el alcohol. No tuvo éxito. Se separaron y él permaneció en Oaxaca totalmente dedicado al consumo de tequila y mezcal. Es la época que narra su gran novela
Posteriormente viajó por diversos lugares hasta llegar a Gran Bretaña con su segunda esposa, donde murió por los excesos de la bebida y los medicamentos psicoactivos. En la última etapa de su vida, el alcohol era más poderoso que él. Quizá la muerte la ocasionó un delirium tremens, pero otros opinan que fue un suicidio e incluso que fue debida a un golpe propinado por su segunda mujer. Poco importa.
Bajo el volcán es un descenso a los infiernos, simbólicamente situada en el Día de los Muertos, en el que el personaje, Geoffrey Firmin, se emborracha hasta el delirio. Está inspirado en el propio autor que fue cónsul británico en Cuernavaca.
En la novela cuenta una escena real de un hombre muerto junto a un caballo al que un mexicano está robando. A partir de ese momento, y a lo largo del Día de los Muertos, construye un relato conmovedor, errático, delirante y apasionante. Y a veces confuso y abigarrado. Es la historia de un hombre que como el propio Lowry eligió beber antes que vivir. Y lo llevó a cabo hasta la muerte. Bebía, dijo un amigo, océanos de tequila y mezcal hasta conseguir una extraña sobriedad. Las tentativas de ayuda psiquiátrica no funcionaron. A pesar de sus excesos logró acabar la novela tras diez largos años de trabajo, y su publicación a pesar de los rechazos de numerosos editores. Dejó inconclusa una obra de bello título: Oscuro como la tumba donde yace mi amigo.
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Curiosamente, Bajo el volcán corresponde a una parte de una trilogía al estilo de la
Roth, Bukowski, Fitzgerald, Lowry... ¿hubieran sido mejores escritores sin el alcohol? Nunca lo sabremos. El caso es que en ellos estar a caballo entre la cordura y la locura les posibilitó, por un tiempo, acceder a un mundo al que de otra manera es casi imposible penetrar. También los destrozó. No se puede por tanto hacer un canto frívolo e insensato a favor de su consumo abusivo, no olvidemos que la inmensa mayoría de alcohólicos son eso, alcohólicos y nada más. Dice Jon Fosse, Nobel de Literatura en 2023, en una entrevista tras ganar el premio: "Nunca he podido escribir cuando bebía. Me volvía sentimental, perdía precisión, agudeza, foco, claridad".
El Confidencial