Por culpa de la IA y las redes sociales, los jóvenes son tan ignorantes e idiotas como nosotros
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Vivimos en el alarmismo de siempre: la nueva “caja tonta” son ahora el ordenador, el móvil y la inteligencia artificial. Cada vez que se produce un avance tecnológico, aparecen de sopetón voces agoreras prediciendo el fin del mundo o, como mínimo, el caos absoluto para esas pobres generaciones venideras que crecerán esclavizadas por una pantallita. Desde antiguo, cualquier innovación ha sido recibida así: de los libros al cine sonoro, pasando por la televisión y, ahora, las redes sociales.
Es cierto que te puedes volver adicto a las redes, que te pueden estafar en internet y que la inteligencia artificial abre la veda a usos peligrosos, comenzando por el robo corporativo del trabajo creativo ajeno. Pero, por un lado, siempre existe la opción individual de renunciar voluntariamente al empleo de esa nueva tecnología; por otro, de reivindicar la propiedad intelectual legítima de cualquier obra de creación y luchar por un marco legislativo justo.
En todo caso, es palmariamente falso que los jóvenes de ahora sean ignorantes, gandules y tontos por culpa de internet, las redes sociales o la inteligencia artificial. Por la sencilla razón de que los jóvenes, y en general la especie humana, siempre ha sido notablemente ignorante, gandul y tonta. Un grado más o un grado menos en una determinada época no va a provocar gran diferencia en la involución global.
De cascarrabias y CebolletasEstá cantado: en su edad “madura”, los seres humanos se vuelven un hatajo de gruñones, quejicas y criticones con las generaciones que llegan detrás. Abrazan un reaccionarismo práctico, también motivado por el miedo a quedar desfasados.
De chaval me hacía gracia cómo mis padres y abuelos no entendían los gustos musicales en boga: que si esos roqueros no cantan una mierda, que todos necesitan micrófono y no como antes que cantaban a pelo, que si las letras no se entienden, que si lo que se entiende es una chorrada, que viva la música con orquestilla, que si como Gardel no hay igual (en eso tenían razón). Ahora presencio exactamente la misma reacción en los tipos de mi edad (cincuentones) criticando el reguetón o cualquier estilo aledaño: que si no se les entiende, que las letras no pueden ser más simplonas, que es todo pachum pachum, que si cantan adormilados (el nuevo “cantan drogados”)… Los que ayer meneaban el peroné farfullando felices un “a uan ba buluba balam bambú”, hoy se quejan del “motomami” de Rosalía o del “me las vo’ llevar a toas pa’ un vi ai pi” de Bad Bunny (tema que mi feministísima esposa treintañera baila con fervor) y acusan de simples sus letras… Sí, claro, lo dicen los que desde sus años mozos fueron defensores de la complejidad compositiva y letrística.
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Con la tecnología pasa lo mismo: ves a los chavales pegados a una pantalla, mirando videítos o preguntándole al ChatGPT cuánto es dos más dos y salta la alarma. ¿Se estarán volviendo gilipollas? Bueno, la respuesta es no… y sí. No y sí, en el sentido de que siempre ha habido un componente gilipollas en la juventud, connatural —y por tanto comprensible— a su inexperiencia vital, que puede reducirse con la edad mediante la educación, especialmente si es autodidacta, o exacerbarse si no sale de esos hábitos de consumo nunca más. El gilipollas de nuestra época se pasa el día viendo partidos de fútbol o programas de Jorge Javier Vázquez; el de ahora, compartiendo dibujos chorras de IA o asimilando la moralina estadounidense a través de cientos de youtubers contando banalidades o riéndose inclementes de una pobre pareja adúltera pillada en público en un concierto.
A lo que quiero llegar es a que siempre, toda la vida, la ignorancia y la estupidez han sido la tónica general de cualquier época y sociedad. En mi clase no es que sobraran los pitagorines, ni siquiera los espíritus inquietos, y el déficit de atención campaba por sus anchas tanto como hoy día: el que no se estaba haciendo una paja con una mano bajo su pupitre se concentraba una hora en taracear sobre el tablero un “Gerardito estuvo aquí”. No teníamos TikTok, pero sí moscas. Y es increíble el poder y la capacidad de atracción de una mosca para desconcentrar a un niño: nos podíamos pasar absortos una mañana entera viéndolas pasar zumbando o afilando sus patas posadas sobre la ventana.
¿Cuántos niños y niñas leíamos tebeos, artículos divulgativos o libros fuera de clase? Pues no muchos, tan pocos como ahora. Los alumnos listos, o como mínimo los alumnos curiosos, aquellos que se interesaban por más de una cuestión, que mostraban inclinación a alguna afición ajena al ruido de fondo del transistor de papá, que sorprendían con una erudición en alguna materia particular y única, eran poquísimos; como siempre, las excepciones. Eso por no hablar de qué es lo que uno considera cultura o no: lo que para muchos supone una pérdida de tiempo (ser adicto a las maquinitas, por ejemplo) podía desembocar en modelo de triunfo social, económico y hasta intelectual: acabar siendo programador exitosísimo y pionero en su campo. Nunca se sabe quién será el héroe local, tal vez el que más se decía que perdía el tiempo en actividades inanes. Como ahora sucede con todo este mundo virtual. Del millón de “gilipollas” siempre surge un genio.
Y a indisciplinados, nadie ganaba a mi generación. Nuestro deporte favorito era tomarla con los propios maestros: yo recuerdo que en nuestro itinerario por la enseñanza pública hicimos llorar a dos. El primero fue un profe de inglés que se volvía ronco de tanto desgañitarse a gritos para que cerráramos el pico y le prestáramos atención… y que terminó sollozando ante el desconcierto momentáneo del alumnado y sus subsiguientes risas despiadadas como puntilla al deprimido adulto que cometió el error de mostrarse débil; el segundo fue un profesor de Sociología, enfrentado a la realidad de la crueldad de la masa cuando constató que sus cantos a la solidaridad humana sólo despertaban pasotismo e indiferencia.
La vida sigue igual, ¿no?
¿Volveremos al castigo analógico?Con las voces alarmistas sobre los riesgos de las nuevas tecnologías, percibo el peligro de siempre: que, por hacerse los modernos y disfrazadas de etiquetas progresistas, esas voces caigan en el mismo ramalazo retrógrado de quienes se quejaban hace décadas de la violencia en los videojuegos o se siguen quejando de los efectos nocivos de la pornografía. ¡Totalitarios disfrazados de asistentes sociales!
No me extrañaría que, rizando el rizo, esos agoreros se lancen a aconsejar la prohibición del uso cotidiano de móviles o del mismísimo internet (prohibición que considero legítima por completo si únicamente se la aplica uno mismo) y, para defender la recuperación de la vida sensorialmente “física”, empiecen recomendando los paseos por el campo y terminen abogando por convencer a los padres de que readopten el castigo físico como correctivo a su descendencia: una buena hostia, dirán, es el mejor antídoto contra la droga de la virtualidad. “¡Y antaño cómo nos espabilaba un sopapo de los peligros del ensimismamiento!”, razonarán los muy dementes. “Ah, cuando los padres nos pegaban, ¡eso sí hacia a las nuevas generaciones de lo más listas y sabedoras de lo que es la vida! Porque si no te saca de la estupidez un trompazo, nada lo hará…”.
Al loro, que no tardará en llegar algún colectivo así de enloquecido.
Gilipollas sin red (ni redes)Pero seamos sinceros: ¿qué derecho tenemos a quejarnos de la juventud gaznápira? En mi caso concreto, yo soy también gilipollas, tanto como la mayoría de mis contemporáneos, y os prometo que en esa imbecilidad no ha influido el uso de internet.
Desde que tengo uso de razón, me recuerdo haciendo gilipolleces, por más libros que haya leído y por poco que me exponga a las diabólicas redes. La semana pasada, sin ir más lejos, me cargué una licuadora nueva y carísima que me regaló por mi cumple el vecino: fue decirme que antes la lavara por quitarle cualquier polvareda del embalaje y la metí entera bajo el chorro de agua del grifo. Ahora que no funciona, me dedico a machacar fresas en el mortero y con la boca remedo el zumbido de la licuadora (“¡brrrrrrmmm brrrrrrmmm!”), para que el vecino me oiga desde su piso y se quede contento.
No sé, sospecho que no se puede ser mucho más gilipollas que yo. ¡Y os juro que apenas ejerzo de internauta, que no tengo cuenta en TikTok y que jamás he consultado al Chat GTP!
Así que dejemos que los chavales camelen y la selección natural haga su labor de toda la vida…
El Confidencial