Max Hastings, historiador militar: "Los ejércitos temen ahora que los héroes pasen de moda"
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En el otoño de 1940, Gran Bretaña estaba en una encrucijada. Tras el agónico reembarque de sus tropas en las dunas de Dunkerke y la derrota sin paliativos en el fiordo de Narvik, Noruega, los días 4 y 8 de junio, la Fuerza Expedicionaria Británica había sido expulsada de Europa. Habían aguantado un mes después en el aire cuando la RAF británica pudo repeler a la Luftwaffe alemana durante la Batalla de Inglaterra. Sin el dominio de los cielos, la Operación León Marino del Tercer Reich para invadir las islas británica había fracasado. Pero también dejó a los ingleses confinados en sus costas, rodeados de agua.
Fue el momento del teatro militar, en su acepción más pura de representación, como explica a El Confidencial vía zoom el historiador militar inglés Max Hastings. Una especie de comedia bélica, con pequeñas y fulgurantes acciones de comandos especiales y brigadas paracaidistas en operaciones de alto riesgo, que tenían como objetivo mantener viva la moral, no sólo de resistencia sino de combate, en un momento de zozobra.
Pero había otro pilar en esa obligada lucha a distancia de Gran Bretaña contra "un ejército infinitamente superior" como lo era la Wehrmacht, según Hastings, y que resultaría definitivo para el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. La tecnología y la ciencia operada por civiles en la que los británicos superaron completamente a los nazis, en una lección de adaptabilidad y oportunidad.
Este episodio tiene ahora eco en la actualidad, cuando la guerra a distancia y la tecnología están siendo decisivas en las hostilidades entre Israel e Irán, como entre Ucrania y Rusia. Operaciones militares de gran calado accionadas a distancia basadas en la inteligencia y dominio tecnológico, como la operación del Mossad para hacer estallar los buscas de los líderes de Hamás, o la de Ucrania haciendo despegar drones infiltrados detrás de las líneas enemigas para destruir la aviación rusa a miles de kilómetros en la retaguardia. Todo ello sin arriesgar la vida de sus soldados.
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¿Hacen falta entonces ejércitos numerosos, con disciplina de combate como lo eran los del Tercer Reich? ¿Está desapareciendo el factor humano en la guerra y con él, ese último reducto para acciones heroicas protagonizadas por personas de carne y hueso? ¿Siguen siendo esas hazañas militares bálsamo para los contendientes en el infinito horror de la guerra?
Paracaídas vs radaresMax Hastings, que acaba de publicar en español Operación Biting. El asalto en paracaídas contra el radar de Hitler (Crítica), reflexiona sobre estas y otras cuestiones en una entrevista con El Confidencial. "He leído mucho últimamente sobre Irán, Israel y EE.UU y la mayoría de expertos admiten no tener ni idea de qué pasará. La inteligencia es vital, sobre todo para localizar enemigos. Quieren predecir comportamientos, pero ni la CIA puede. Siempre están tratando de adivinar".
Hastings se sumerge en una historia poco conocida de la Segunda Guerra Mundial, con una historia vibrante que combina dos de los componentes claves para la resistencia británica en los inicios de la conflagración. La cuestión del radar, que resultó decisivo para la victoria contra la Luftwaffe durante la Batalla de Inglaterra; y las operaciones militares de película protagonizada por los recién creados comandos especiales, como el SOE o los SAS. Atrapados en sus costas, con la marina de guerra fuera de casa y apenas unos aviones, los británicos no cesaron de tratar de mover el fiel de la guerra aunque fuera a distancia.
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Un día, un avión de reconocimiento captó una fotografía inquietante a lado de un viejo castillo francés, en un acantilado escarpado, cerca de Bruneval, Normandía, en donde dos años después se desarrollaría la mayor operación anfibia de la Historia. La fotografía mostraba lo que podría ser una antena, cuando se suponía que el Tercer Reich no disponla aún de esa tecnología. Unas señales de la Luftwaffe interceptadas en Bletchley Park y descifradas por Ultra allanaron el camino para que el científico inglés Reg Jones, advitiera qué es lo que podría albergar en esa instalación.
Jomes era un erudito en cultura mitológica. Los alemanes se referían a la zona como Freya que, según apuntó entonces el científico, era una diosa de la mitología germana "que había preferido a un amante, en lugar del marido, para poder hacerse con el collar mágico de Brisingamen. El collar tenía el don de permitir ver a cien millas de distancia, no solo a la luz del día, sino también en la oscuridad". Freya era un radar nazi.
PREGUNTA.- La historia de Operación Biting recuerda irremediablemente a esas populares novelas de los 60, como las de Alistair MacLean o Jack Higgins, que fueron llevadas a la pantalla en títulos de ficción como Los cañones de Navarone o Ha llegado el Águila. ¿Fue una inspiración recuperar las verdaderas historias detrás de esas operaciones épicas?
RESPUESTA.- Sin duda. Operation Biting fue un best seller en Reino Unido en gran parte porque es una historia con un final feliz al estilo Alistair MacLean. Si observamos el panorama general de la Segunda Guerra Mundial, entre los cuatro años que van de Dunkerque al Día D, gran parte del ejército británico estuvo simplemente entrenando en Reino Unido. Churchill entendió que era fundamental mantener la moral del pueblo británico, hacerles sentir que no sólo se resistía contra los alemanes, sino que también se les combatía. Además de la ofensiva de bombardeos, que se usaba para mostrar grandes logros, Churchill impulsó lo que yo llamo un teatro militar: operaciones pequeñas que, aunque no decisivas, parecían importantes. La Operación Biting, por ejemplo, solo involucró una compañía, pero fue portada de todos los diarios británicos.
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Cuando mencionas Los cañones de Navarone, pienso en las muchas operaciones especiales británicas en el Egeo entre 1942 y 1943, que fracasaron pero nos encantan las historias con finales felices. Biting la tuvo, y eso la convertía en muy "MacLean". Además, hubo muchas figuras británicas de clase alta que podían convencer a sus superiores o al propio Churchill de realizar estas operaciones, a veces más por espíritu aventurero que por necesidad estratégica. Esto solía molestar a los generales, pero ofrecía satisfacción a quienes las ejecutaban.
P.- A partir de algunos logros como Biting, ¿surgió una afición en el Ejército británico por este tipo de operaciones espectaculares de paracaidistas que acabarían luego en desastres como el de Market-Garden?
R.- Es verdad que en Biting toda la suerte estuvo del lado británico. Los paracaidistas importantes —ingenieros, científicos, el comandante— cayeron en el lugar adecuado. Otros cayeron a kilómetros de distancia, pero lograron llegar a tiempo al campo de batalla. Tras capturar las piezas del radar, esperaron en la playa durante 45 minutos y los alemanes no reaccionaron. Finalmente, los recogieron los botes. Esto dio lugar a una peligrosa sensación de invencibilidad. Mandos como Mountbatten o Browning comenzaron a creer que podían repetir el éxito. Así nacieron operaciones mayores como Saint-Nazaire y Dieppe. Saint-Nazaire fue un éxito con muchas bajas; Dieppe, un desastre. Y luego, como bien apuntas Market Garden.
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Yo mismo hice un salto nocturno con el Regimiento de Paracaidistas Británico en 1963. A pesar de que era en tiempo de paz, sin enemigo, tardamos horas en reorganizarnos tras el salto. Imagínate en guerra. En Market Garden, fue un error enorme lanzar tropas a 6 o 7 millas de su objetivo. Deberían haber usado planeadores directamente sobre el puente, como en Normandía. Es cierto que las operaciones de los paracaidistas tienen un cierto glamour, yo aún conservo mi chaqueta de paracaidista con las alas. Pero no es una buena forma de llevar tropas al campo de batalla. En el Día D, muchos paracaidistas aterrizaron a 20 millas de su objetivo.
P.- Hablemos del radar. En el libro lo presentas como un arma electrónica decisiva. Yo creía que para entonces ya se conocía que el Tercer Reich también disponía de esa tecnología.
R.- Lo extraordinario es que R.V. Jones, un brillante científico británico, aún en 1941 tenía problemas para convencer a muchos mandos de que los alemanes tenían un radar eficaz. Los británicos estaban tan orgullosos de su propio radar que no querían aceptar que los alemanes hubieran desarrollado algo similar. Durante toda la guerra se libró una especie de "partido de tenis" electrónico entre ambos bandos.
El sistema alemán podía guiar un caza nocturno hacia los bombarderos británicos, pero solo uno a la vez. Gracias a lo aprendido en Bruneval, los británicos comprendieron que si concentraban todos sus aviones en un corredor aéreo estrecho, podrían saturar las defensas alemanas. Esto les dio una ventaja temporal. Pero luego los alemanes adaptaron sus técnicas, y la ventaja volvió a su lado. A pesar de todo, la labor de Jones fue clave. Él y otros civiles brillantes fueron integrados al esfuerzo bélico, algo que ni alemanes ni los japoneses supieron hacer con la misma eficacia. Churchill no se preocupaba por el origen de las personas: si eran inteligentes, los quería en su equipo. Por eso, aunque el ejército británico no fuera siempre el mejor, su maquinaria de guerra fue muy eficiente.
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P.- Ahora estamos viendo operaciones especiales con impacto decisivo: drones en Ucrania, inteligencia precisa de Israel. ¿No se parece eso a lo que mencionabas sobre la importancia de la señales durante la Segunda Guerra Mundial?
R.- Sí. Los soldados temen hoy que el heroísmo esté pasando de moda, porque la tecnología domina cada vez más. Siempre ha sido horrible la guerra, pero antes había lugar para la iniciativa humana. Hoy, los drones permiten destruir objetivos a miles de kilómetros y es verdad que nos dirigimos hacia esa forma de lucha. La inteligencia sigue siendo vital, pero no infalible. Lo sorprendente, pese a los miles de millones invertidos, es cuánto no se sabe. En Vietnam, por ejemplo, Nixon y Kissinger creían que Moscú controlaba a Hanoi. Pero Brezhnev no quería verse arrastrado a Indochina.
Incluso ahora, con inteligencia israelí brillante, nadie puede predecir con certeza qué hará Irán, o si Israel logrará frenar su programa nuclear. Comprender las intenciones de líderes como Putin, Trump, Netanyahu o Xi está fuera del alcance de la CIA. Y muchos errores históricos han sido fruto de malentendidos. En 1914, el Kaiser pensaba que el poder militar era la única medida del éxito. Pero si Alemania no hubiera ido a la guerra, habría dominado Europa pacíficamente en dos décadas. Y con líderes erráticos como Trump, ningún sistema de inteligencia puede prevenir decisiones desastrosas. Incluso los fallos de la inteligencia artificial —como ha ocurrido en Gaza con víctimas civiles— nos recuerdan que la tecnología, aunque útil, también es peligrosa.
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P.- Hubo un momento en la Segunda Guerra Mundial en el que la RAF parecía querer ganar la guerra por sí sola. Y como vemos en Gaza o Irán, todo se reduce a operaciones muy específicas.
R.- Lo vemos también en Ucrania. Y aunque algunas de estas operaciones son brillantes —por ejemplo, la israelí que plantó bombas en teléfonos móviles—, debemos tener cuidado de no deslumbrarnos con los logros militares y olvidar lo fundamental: ¿dónde conduce todo esto políticamente? De joven, tenía un gran afecto por Israel. Fui muchas veces como corresponsal y admiraba su capacidad militar. En 1973 estuve en los Altos del Golán y en el canal de Suez, y me premiaron por mis crónicas. Pero un viejo colega, el periodista James Cameron, que había cubierto la creación del Estado de Israel, me escribió tras esa guerra. Me dijo: "Admiro tus artículos, yo habría escrito igual. Pero me pregunto si no admiramos demasiado los logros militares israelíes y olvidamos las cuestiones políticas de fondo".
Con los años, he comprendido que tenía razón. Lo importante no es solo el éxito táctico, sino su impacto en el panorama geopolítico.
El Confidencial