Joyas con historia I: el Rubí del Príncipe Negro, de un rey castellano a la corona británica
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Cuando en 1838 la reina Victoria ascendió al trono del Reino Unido con tan solo 18 años, decidió lucir una nueva corona en la ceremonia en la que fue investida soberana. En lugar de la corona de San Eduardo, la pieza que tradicionalmente se empleaba hasta entonces, Victoria fue entronizada con una nueva y espectacular corona compuesta por 2.868 diamantes, 273 perlas, 17 zafiros, 11 esmeraldas y 5 rubíes. En el centro de aquella maravilla, en el lugar más vistoso y lucido de la corona que a partir de ahí se usaría en las ceremonias de entronización de los monarcas británicos, se colocó el llamado Rubí del Príncipe Negro.
Se trata de un pedrusco de intenso color rojo que en realidad no es un rubí, sino una espinela, una piedra preciosa más rara y que puede llegar a ser más valiosa aún que el rubí. La espinela roja de la corona británica está sin tallar, se encuentra solo ligeramente pulida y es una de las más grandes del mundo, con un peso estimado de 170 quilates y una longitud de casi 5 centímetros. Esa gema pertenece desde el año 1367 a la familia real británica, pero antes fue propiedad de un rey español. Esta es su historia.
El Rubí del Príncipe Negro, como se le sigue conociendo a pesar de que no hay dudas de que es en realidad una espinela, es casi seguro que procede de las minas de Badajshán, en el noreste de Afganistán, muy cerca de la frontera con Tayikistán. A través probablemente de la Ruta de la Seda y de mercaderes genoveses llegó a Europa y, más concretamente, a Granada.
La joya fue testigo de las luchas de poder por hacerse con el trono de Granada que comenzaron cuando en el año 1359 Muhammed V, soberano de ese reino musulmán, fue derrocado por un golpe de estado que coronó en su lugar a su hermano, Ismail II. Pero el reinado de Ismail II duró poco: fue asesinado por su primo, quien se convirtió en rey con el nombre de Muhammed VI.
Pero Muhammed V no se quedó de brazos cruzados tras ser derrocado. Logró convencer a Pedro I de Castilla, conocido con el sobrenombre del Cruel, para que le ayudase a recuperar el reino de Granada, estableciendo ambos soberanos una alianza militar. A Pedro I el acuerdo le pareció ventajoso, sobre todo dado que él mismo tenía una rebelión interna encabezada por su hermanastro Enrique de Trastámara, quien cada vez contaba con el apoyo de más nobles castellanos, así que se le pareció buena idea echarle una mano a Muhammed V. Con su apoyo, el derrocado rey de Granada fue poco a poco fue ganando posiciones y aproximándose peligrosamente con sus soldados a la ciudad y al trono de los que había sido expulsado.
Ante el avance de Muhammed V, el nuevo soberano de Granada optó por una decisión arriesgada. Muhammed VI resolvió que debía presentarse ante Pedro I y tratar de convencerle de que dejara de apoyar a su primo y le respaldara a él. Y, para tratar de inclinar la balanza hacia su causa, le pareció conveniente agasajar al rey castellano con un pequeño tesoro que incluía tres importantes rubíes.
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El plan de Muhammed VI fracasó estrepitosamente. Pedro I estaba satisfecho con su alianza con Muhammed V y no tenía ninguna intención de romperla, así que hizo apresar durante un banquete a Muhammed VI, lo asesinó personalmente con una lanza y se quedó con las joyas. Todos esos sucesos fueron recogidos por Pedro López de Ayala en su Crónica del Rey don Pedro, el primer texto en el que se hace referencia al famoso rubí.
Pero, algunos años después, fue el propio Pedro I de Castilla el que, al ver tambalearse muy seriamente su poder a manos de su hermanastro Enrique de Trastámara, se vio obligado a pedir ayuda. Logró el apoyo de Eduardo de Woodstock, el heredero al trono de Inglaterra, apodado el Príncipe Negro por la armadura de ese color que solía lucir y quien hasta entonces cosechaba un largo historial de victorias bélicas. La alianza se forjó y a cambio de su apoyo militar, Pedro I accedió a prestar apoyo militar al Príncipe Negro en sus campañas contra Francia, a entregarle el señorío de Vizcaya y la villa de Castro Urdiales y a repartirse con él los botines de guerra que se obtuvieran.
Eduardo de Woodstock cumplió con su parte y, con sus indiscutibles dotes militares, fue conquistando una tras otra todas las plazas que se habían rebelado contra el rey castellano. El 3 de abril de 1367 se proclamó vencedor en la batalla de Nájera, que supuso una terrible derrota para Enrique de Trastámara. El que no cumplió fue Pedro I, quien se negó a pagar al Príncipe Negro lo acordado. Eduardo de Woodstock, quien había corrido con los enormes gastos de la campaña castellana, quedó en la ruina absoluta. Se fue de España empobrecido y con una salud muy precaria.
“Con él llevaba las pocas joyas que el rey castellano había aceptado entregarle en pago de sus servicios, una cantidad insignificante en comparación con los altísimos gastos en que el Príncipe Negro había incurrido. Entre ellas se encontraba el rubí que Pedro I le había arrebatado por la fuerza al rey de Granada”, señala la escritora y tasadora de artes y antigüedades Ana Trigo en su apasionante libro
La espinela roja pasó de ese modo a formar parte de las joyas de la corona británica y fue propiedad de los sucesivos monarcas británicos. La joya comenzó a ser conocida con el nombre Rubí del Príncipe Negro en recuerdo de Eduardo de Woodstock, el responsable de que esa gema pasara a engrosar las arcas del tesoro de la corona británica.
Pero a Pedro I le acabó saliendo muy caro no cumplir con lo acordado con el Príncipe Negro: su hermanastro Enrique de Trastámara, que logró escapar con vida tras la aplastante derrota que sufrió en la batalla de Nájera, consiguió poner en pie un nuevo ejército. Y cuando Pedro I trató de buscar nuevamente ayuda, esta vez nadie se la prestó, al recordar cómo se había comportado con el heredero al trono británico. En 1369, con 34 años, fue asesinado por el propio Enrique de Trastámara. Eduardo de Woodstock, por su parte, no llegó nunca a reinar, falleció en 1376 a los 45 años, probablemente de disentería que habría contraído en España.
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El Rubí del Príncipe Negro fue llevado por varios reyes ingleses en sus cascos de guerra, siguiendo la costumbre de la época de que los soberanos fueran magníficamente equipados al campo de batalla y luciendo ricos distintivos que les hacían fácilmente reconocibles. La joya fue pasando de rey en rey hasta Jaime I de Escocia, el primer monarca de la dinastía de los Estuardo, quien decidió montar el rubí en la corona oficial del estado.
Tras la rebelión encabezada por Oliver Cromwell contra el rey Carlos I, que resultó en la ejecución del rey en 1649 y la abolición temporal de la monarquía, el rubí fue vendido junto con casi todas las joyas de la corona. Pero cuando Carlos II, el hijo del ejecutado Carlos I, recuperó el trono en 1660 y la monarquía fue restaurada, el rubí volvió a aparecer de la mano de un vendedor anónimo que se lo ofreció al rey. Carlos II aceptó comprarlo y, cuando volvió a ser dueño de la joya, ordenó colocarla en la corona de estado. La reina Victoria lo convertiría muchos años después en la piedra principal de la nueva corona que encargó para su ceremonia de entronización, y que es la que usan todos los soberanos británicos desde entonces en las ocasiones más importantes. Pero una vez, hace más de seis siglos, esa piedra de color rojo sangre perteneció a un rey castellano.
El Confidencial