Estefanía Piñeres y Delirio, la nueva serie de Netflix: 'Mi mamá va a odiar que yo diga esto, pero yo amo decir que soy bastarda'
Estefanía Piñeres es una de las figuras en ascenso del cine colombiano. Como actriz, productora, guionista y directora, encontró en las películas y las series el lugar ideal para combinar su curiosidad, su pasión por la escritura y un instinto natural que la lleva a querer ser otras personas frente a las cámaras. Ha trabajado con directores como Carlos Gaviria, Natalia Santa y Felipe Martínez, y en series como La ley del corazón, Distrito Salvaje y Las Villamizar. Ahora, para Delirio, la nueva serie de Netflix basada en la novela de Laura Restrepo, interpretará a una mujer que cae en la espiral de la locura de Colombia. Esta es su entrevista en la Revista BOCAS.
Estefanía Piñeres tenía 17 años cuando decidió que la actuación no iba a hacer parte de su vida. Era una adolescente tímida, silenciosa y fanática de la literatura, que había llegado a Los Ángeles con la intención de seguir el sueño que un par de años atrás había descubierto en sus clases de teatro. Estaba enamorada de esa sensación que ocurre cuando está a punto de abrirse el telón y la sangre se llena de adrenalina, y pensaba que estaba lista para sentir lo mismo, pero frente a las cámaras. Tal vez pecaba de ingenuidad adolescente: quería que la “descubrieran”, que alguien dijera que era la actriz ideal para una superproducción de Hollywood.
Portada de la revista Bocas con Estefanía Piñeres. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
Cuando entró a la sala de espera para un casting que le había interesado, vio a 25 mujeres prácticamente iguales a ella: moldes para un personaje preestablecido. Y decidió dar media vuelta, empacar sus maletas y regresar a Colombia para estudiar publicidad. “Fue mi experiencia de adultez”, dice. “Entendí que este oficio era un business, que no era diversión. Estaba en una ciudad con varios millones de habitantes, de los cuales por ahí la mitad eran actores, y acepté que había unas probabilidades muy altas de que nunca fuera actriz y que eso no tenía nada de malo”.
Estefanía Piñeres se confiesa como panteísta. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
Tras haber sido la protagonista de Malta, una película profundamente íntima en donde interpretaba a una joven que trabajaba en un call center y quería huir de su realidad cotidiana, Estefanía Piñeres fue elegida para interpretar a Agustina Londoño en Delirio, la nueva serie de Netflix basada en la novela de Laura Restrepo. Será la mujer que pierde la cordura cuando se queda sola en casa durante un viaje de su esposo, un personaje que sintetiza preguntas sobre el significado social de la locura y que vive en carne propia varias violencias familiares, esas que son tan veladas en la sociedad colombiana. Para Estefanía, esto es apasionante. Si algo caracteriza su carrera, que ha ido de la actuación a la escritura audiovisual, la producción de películas y series, y la dirección de cine, es el interés por las historias ajenas: “Mi vínculo emocional con este oficio viene del interés por encontrar más matices en el mundo”, dice. “Para mí, la ganancia emocional de ser actriz es eso: que nadie se me haga un desconocido”.
Nació en Cartagena en 1991. Es hija de una madre soltera, Milly, una mujer de carácter fuerte y mucha voluntad que le enseñó a hacer windsurf, a ver a los amigos incondicionales como parte de la familia y a dejarse llevar por las emociones. Cuando Estefanía tenía 10 años se fue con ella a Valencia, en Venezuela, y se convirtió en una lectora voraz gracias a un profesor que le presentó las obras de Kafka, Borges y Cortázar: se llamaba Augusto Bracho, escribía teatro en sus tiempos libres y fue la primera persona que le dijo a Estefanía que debería ser actriz.
Hoy, a sus 34 años, Piñeres ha consolidado una sólida carrera en cine, series y televisión. Es un lugar donde se siente cómoda: su parte más introvertida y racional ha logrado centrarse en la escritura, y su impulso por la creación la ha llevado a crear proyectos independientes de animación y de cine, mientras que la pulsión por vivir las historias ajenas y descubrir la empatía con el mundo externo la ha llevado a actuar con directores como Carlos Gaviria (en el corto Las buenas intenciones, que hacía parte de un proyecto dirigido por Gael García Bernal), Natalia Santa (en la película Malta), Felipe Martínez (en las películas Malcriados, con la que fue nominada a mejor actriz de reparto en los Premios Macondo, y Fortuna Lake), y Mateo Stivelberg (en la serie Las Villamizar).
Además, fundó Letrario, su propio laboratorio creativo, y ha sacado adelante proyectos que aún están en producción: los dos más importantes son Mu-Ki-Ra, un corto de animación inspirado en la cultura del Chocó que hizo parte del mercado audiovisual del Festival de Cannes, y Los malditos, su primer largometraje, que estuvo en el semillero creativo del Festival de Cine de Turín. Los próximos meses, para ella, serán intensos: tendrá un papel en la segunda temporada de Cien años de soledad, en donde trabajará de nuevo con Carlos Gaviria.
La serie Delirio se estrena el viernes 18 de julio en Netflix. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
En el estudio de fotografía suena Highway to Hell, de AC/DC. Estefanía, en tacones altos y un vestido de colores tierra que reproducen patrones geológicos, tararea la canción mientras revisan las imágenes. Frente a la cámara devela una mirada profunda y misteriosa, que en las pausas se vuelve transparente y tranquila. Incluso tímida. Luego, cuando termina la sesión pide que no le muestren las fotos: es paciente y prefiere confiar en el trabajo de los otros. Dejarse llevar y no tener el control de todo es algo que ha aprendido durante años en una industria donde el trabajo en equipo es la norma.
Esta es Estefanía Piñeres: una mujer que encontró en la industria audiovisual la posibilidad de conjugar el instinto de ser actriz y el interés por entender —y contar— el mundo de los otros.
¿Qué significa para usted haber trabajado con una historia especial para la literatura colombiana como Delirio, de Laura Restrepo?
Yo debí haber leído Delirio cuando tenía unos 20 años, cuando volví a Colombia. A mí me pareció precioso ese ruido interior de pensamiento que plantea Restrepo y, claro, también la radiografía social que hacía. La novela revisaba la violencia, pero desde un lugar diferente, que es el de la violencia del hogar. También me pareció muy bella la forma en que se usaba la metáfora del delirio para plantear la pregunta sobre quién está loco: ¿Está loca Agustina por querer vivir con honestidad? ¿O está loco el entorno?
El personaje que usted interpreta, Agustina Londoño, permite también pensar en lo que significa la familia para una sociedad como la colombiana.
Es extraño. Yo tengo una estructura familiar que no es la que supuestamente dicta la sociedad: soy hija única de una mamá soltera. La primera vez que me lo leí me hice muchas preguntas sobre lo que había significado para mí esa imposición estructural, pero ahora las preguntas fueron sobre otro lugar. Me fijé, por ejemplo, en los mecanismos de ocultamiento. Yo tengo una distancia cultural muy grande con el libro porque soy cartagenera y crecí en Venezuela, pero la novela es profundamente bogotana: mientras en la costa el humor, el mamar gallo, es uno de los mecanismos de ocultamiento más usados, en Bogotá, en cambio, lo importante es el silencio y mantener la apariencia. Me parece precioso que esto ocurra en el interior, porque no solo se trata del interior del país, sino porque todo ocurre adentro, en el terreno individual, íntimo, no en el colectivo.
¿En algún momento quiso establecer contacto con Laura Restrepo para profundizar en el personaje?
No sé si fue por tímida, respetuosa o temerosa, pero no, no lo hice. También pudo ser por falta de tiempo: yo llegué tarde y el proceso de preproducción fue muy corto. Llegué a leer los guiones y hubo un proceso para debatir y discutir con los otros actores y directores sobre cómo abordar ciertas cosas. En esos casos prefiero dejarme llevar por el proceso, algo que disfruto, porque cuando me siento en buenas manos a mí me gusta confiar y entregarme al equipo. No busco respuestas afuera, sino adentro.
Piñeres interpreta a Agustina Londoño en Delirio. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
¿Siempre ha asumido así su trabajo como actriz?
Sí. Como soy una persona supremamente racional, la actuación, para mí, es muy antinatural. Al comienzo de mi carrera fue superincómodo, tanto que si yo hubiera podido elegir no habría sido actriz. Me da mucha pena. Sin embargo, hay como una fuerza mucho más potente que me lleva a desvincularme de todo eso. Yo siempre hago un trabajo de mesa muy profundo al comienzo, pero luego trato de liberarme y para eso acudo a mis compañeros de escena para encontrar qué pasa ahí, qué es lo que dice mi cuerpo, que suele ser algo muy distinto a lo que yo pensé que iba a decir. Entregarme a esos descubrimientos es lo más divertido de ser actriz, un oficio que es bien visceral, instintivo. Eso es lo que intento hacer: confiar para poder rendirme ante el instinto.
Usted lleva más de diez años trabajando en la industria audiovisual con proyectos cinematográficos independientes: ha sido productora, guionista, directora. ¿Qué ventajas y desventajas hay en esa condición, que es tan común en ese campo, de “hacerlo todo”?
Bueno, creo que estamos pasando por un momento donde esto es más lícito para los actores. Hubo una época donde los actores solo podíamos dedicarnos a eso, y hacer el salto a trabajar detrás de cámaras no era muy bien visto. Incluso a mí, al comienzo, me pasó. Decían: ‘¿cómo la vamos a contratar si es la actriz?’ Pero poco a poco empezaron a verse, en otros países, actores que escribían y producían, y esto ha sido cada vez más común últimamente: Childish Gambino [Donald Glover] con Atlanta, o Phoebe Waller-Bridge con Killing Eve. Ya es más fácil saltar esa frontera invisible. Ahora, dejándonos por fuera a los actores, sí creo que esa frontera no existe: normalmente todo el mundo lo ha hecho todo, además porque en las escuelas de cine te hacen pasar por todos los oficios.
Claro: los actores no estábamos profesionalizados. La mayoría de nosotros llegamos a la actuación como en paracaídas y saltamos al set. La mayoría de la gente con la que trabajaba sí sabía cómo hacer dirección de fotografía, sonido, entendía cómo se operaba. Pero yo no, yo escribía cuentos.
Escuché que usted se enamoró de la actuación durante una temporada que pasó en Dakota del Sur, cuando hizo una audición para un curso de teatro. ¿Qué fue eso que la enganchó? ¿Por qué terminó tan decidida de que ese era su camino?
Voy a decir una cosa muy loca. Yo me acababa de graduar del colegio en Venezuela y tenía una beca para irme a estudiar a Monterrey. Nunca había actuado. Y después de esa clase le escribí a mi mamá y le dije que iba a desistir de esa beca, que yo quería ser actriz. Mi mamá se friquió porque no teníamos ningún referente cercano de qué significa hacer de esto un oficio, o sea una forma de vivir y de ganar tu día a día, pero me apoyó y terminó mandándome a estudiar a Los Ángeles.
Piñeres participará en la segunda temporada de Cien años de soledad. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
¿Pero qué fue eso tan poderoso que pasó en esa audición?
En verdad no sé qué decir. Los recuerdos no están, o ya están muy permeados por cómo he contado esa historia. Yo escribí ese correo cuando solamente había recitado un monólogo de un minuto y medio, y ni siquiera me acuerdo qué monólogo fue. Solo me acuerdo de estar en el escenario con cuatro personas en frente, las luces, los nervios, sentir que estaba paralizada, que lo estaba pasando inmundo y decir: “Quiero esto para toda la vida”.
¿Cómo fue su experiencia en Los Ángeles?
La pasé muy bien y muy mal. Estaba muy chiquita y fue un golpe de realidad: una ciudad de millones de habitantes en la que más de la mitad son actores que están trabajando en lo que sea, y donde hay ochocientas mil chicas que se ven como tú, pero más guapas, que hacen pole dance, hablan dieciséis idiomas y están hiperpreparadas. Fue algo superdivertido y superaleccionador: tal vez lo esté romantizando ahora, pero siento que me fui con esas expectativas de los que nos criamos en los noventa y tenía esta idea de que éramos únicos y nos tenían que descubrir.
Y su mamá siempre ha estado para apoyarla…
Mi mamá es un ser supremamente pragmático porque la vida se lo demandó, pero también una mujer muy consciente del gozo de lo pequeño. Tenía emociones muy grandes: me acuerdo de que a veces íbamos en carro, en Cartagena, y cuando el cielo empezaba a pintarse como de ese rosa-naranja que es tan contundente en la costa al atardecer, empezaba a gritar: “¡Gracias!”. Tuve una infancia muy privilegiada. Mi mamá era administradora hotelera, yo me la pasaba en Cartagena, o en las Islas del Rosario, haciendo windsurf o metida en el mar. Tuvo varios trabajos y tenía una cabeza enfocada en resolver problemas. Cuando vivíamos en Venezuela, por ejemplo, lograba articular a las familias de mis amigas alrededor nuestro, e hicimos amigos que se volvieron nuestra familia: nos turnábamos para el almuerzo en la casa, o en la recogida del colegio, siempre con una solidaridad incondicional. Sé que fue muy rudo para ella, pero yo fui muy feliz y en el contexto en el que estábamos nunca necesitamos más.
Estefanía Piñeres. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
¿Piñeres es su apellido materno?
No, mi mamá es Duque. Mi apellido es el de mi papá, con quien no tengo relación. O sea: lo conozco, él sabe quién soy yo y demás, pero a mí me crio mi mamá y ella siempre cargó esa responsabilidad. Mi apellido es más un gesto estético. Mi mamá va a odiar que yo diga esto, pero yo amo decir que soy bastarda. ¡Hay que resignificar esa palabra!
¿Resignificarla en qué sentido?
Es que la gente la ve como un insulto, pero la estructura de la familia tradicional en Colombia casi nunca existe: casi todos tenemos familias que distan de esa estructura, y a mí me parece perfecto que llamemos las cosas por su nombre con tranquilidad. De pronto no se trata de resignificar la palabra, sino el sentido de la palabra. Entiendo que para mi mamá fuera un insulto que me dijeran bastarda, pero a mí no me parece insultante. No me avergüenza.
"Yo amo decir que soy bastarda. ¡Hay que resignificar esa palabra!” Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
Después de esa pausa en la actuación que hizo luego de volver de Los Ángeles decidió entrar a un proyecto de formación que hicieron RCN y el Sena. ¿Quiénes fueron sus maestros?
Fue un proyecto hermoso. Se llamaba el Centro de Realización Actoral (CREA): encontraron a la gente más teatrera y ñoña y les dieron la oportunidad de montar una escuela. Maia Landaburu daba historia y la parte más literaria, Bernardo García fue el profe de cuerpo, y Manolo Orjuela juntaba todo y montaba las escenas con nosotros. Y todo estaba liderado por Diego León Hoyos: eran cuatro bestias del teatro enseñando a actuar para televisión. Yo fui parte de la primera promoción y fue un privilegio. Montábamos Chejov, Shakespeare, Brecht, comedia italiana del siglo XV, y remontábamos monólogos cinematográficos o escenas de la televisión de los noventa, que era interesantísima. Aprendí mucho y fue un privilegio.
Estefanía Piñeres es la protagonista de Delirio, la nueva serie de Netflix. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
Otra de sus facetas es como guionista, ¿cómo llegó a la escritura?
Yo hice un taller de escritores en la Universidad Central, pero antes mi inquietud de escribir venía simplemente de los libros, una cosa mucho más literaria, y en ningún momento había hecho el salto mental de escribir para el formato audiovisual. Hasta que un día varios amigos me lo dijeron: era una época de vacas flacas, había durado meses sin trabajo y yo vivo de esto, no soy heredera de nadie. Y Carolina Cuervo fue una de las que me lo recomendaron: “Empieza a escribir algo”. Y me encontré mentores en el camino, como Caro y Pipe [Felipe Martínez], que me fueron recogiendo y compartiendo su conocimiento. Ya después empecé a hacer mis proyectos y, la verdad, para mí ha sido fundamental el Fondo de Desarrollo Cinematográfico. A partir de las convocatorias empecé a formar una vía posible. Y ya no solo estoy pensando en escribir solo para mí, sino para otros.
¿Cómo se siente mejor: como actriz o como escritora?
Ambas me encantan, hacen parte de lo que soy. Sin embargo, tengo que decirlo, hay una violencia estética muy clara sobre las mujeres en este gremio y para las actrices hay una vida útil que tiene una fecha de caducidad: son muy pocas, y muy tesas, las que se mantienen vigentes en esa edad, pero la mayoría se termina exiliando. Al decidir ser escritora también hay una reflexión mía sobre hacia dónde construir y qué alternativas hay; porque yo amo esto, yo amo escribir. No solamente es que se haya convertido en un salvavidas, sino que, como la actuación, siempre ha sido inevitable: terminaba escribiendo por reflejo, porque lo necesitaba.
Una de sus primeras experiencias profesionales fue con Carlos Gaviria y con Gael García Bernal. ¿Cómo fue trabajar, recién salida de la escuela, con unos personajes icónicos como ellos?
Fue muy especial. Ellos fueron los primeros que me escogieron para algo. Yo en muchos momentos he pasado por momentos en que me cuestiono si realmente sirvo para esto, si yo sí soy buena actriz. En esa época yo me había acabado de graduar de publicidad y pensaba que lo que debía hacer era pasar hojas de vida en una agencia, pero me llamaron del CREA, donde había estudiado actuación, para proponerme un casting y a los tres días me llamó Carlos Gaviria a decirme que había quedado para su cortometraje, que hacía parte de un proyecto del Banco Interamericano de Desarrollo sobre deserción escolar en América Latina y el conflicto armado en Colombia. Nunca hablé con Gael García, él era como el director creativo del proyecto, pero todo lo aterrizaba Carlos. Me acuerdo de que el día del único ensayo que tuvimos me quedé sin voz, pero Carlos fue lo suficientemente grande como para dar una pasada rápida conmigo susurrando y decir: “No pasa nada, mañana rodamos”. Esa confianza que él me transmitió fue clave. Es un monstruo, necesitamos que se gane un premio pronto.
Hay otros dos directores que han influido mucho en su carrera. Uno es Felipe Martínez…
Sí, Pipe y yo nos conocimos porque él estaba haciendo una película que se llamaba Malcriados. Yo estaba empezando a escribir, haciendo mis primeros esfuerzos, y la productora de él me dijo: “Hay un personaje chiquito, pero nos gustaría que lo hiciera una actriz-actriz”. Yo le dije que sí, que de una, y fue una experiencia transformadora porque tuve toda la tranquilidad para trabajarlo: aunque era un personaje chiquito, me di cuenta de que Pipe quería encontrar cosas en el personaje y más allá de hacer dos escenas trabajó mucho conmigo, como actriz. Tuvimos una superquímica laboral porque él propone una conversación desde el juego y la exploración. Junto con Carolina Cuervo, él fue uno de mis primeros mentores.
Y la otra es Natalia Santa, la directora de Malta.
Natalia es lo más maravilloso que hay, no puedo decir otra frase. Es una persona brillante y absolutamente sensible. Además, fue la primera directora que me dirigió en un proyecto completo y me marcó porque en un gremio donde todo el mundo blufea, era capaz de llegar al set y decir: “no sé”. Honestamente, yo nunca había oído a nadie decir “no sé”, sobre todo porque los sets son espacios muy masculinos, muy competitivos, como con una energía de “yo puedo”, pero Nata lideraba desde la vulnerabilidad y la pregunta, se permitía ser frágil y eso cambiaba la dinámica. Para mí ese ejemplo, el hecho de liderar desde la duda, se convirtió en un mantra.
¿Lo ha aplicado en Los malditos, su primera película como escritora y directora, que está actualmente en producción?
Estamos en eso, pero sí. Creo que yo fui una persona que quiso saberlo todo, que quería ser inteligente y saber muchas cosas, pero con los años he ido en reversa, en la búsqueda contraria: cada vez quiero saber menos y preguntarme más. Hoy por lo menos sé que soy una persona a la que le cuesta menos trabajo decir “no sé” y decirle a mi equipo que necesito ayuda. Eso es lo hermoso de la colectividad que pasa en la creación audiovisual y esto nos quita mucho peso: una película es un mamut de 40.000 toneladas y cargarla sola, que es lo que yo he hecho durante mucho tiempo, es muy pesado. ¿Cómo cargamos ese mamut entre todos?
Estefanía Piñeres Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
Otro proyecto clave para usted es Mu-Ki-Ra, una película musical de animación, inspirada en el Chocó, que habla sobre una niña que busca a su hermano, quien está atrapado por un monstruo hecho de vegetación. ¿De dónde salió esa historia?
Yo creo que hay dos tipos de sensibilidad. Hay gente como Natalia Santa, la directora de Malta, que tiene una curiosidad por la belleza estética, por los relatos íntimos. En mi caso creo que mi motor creativo está más hacia afuera, mis ojos están puestos sobre preguntas que me hago sobre los demás… Y eso también está muy alineado con ese sentido que yo le encuentro a la actuación, ¿no? Yo tuve una relación con una fundación que trabajaba en Quibdó y que desafortunadamente ya no existe. Se llamaba Marajuera. En ese intercambio conocí a varios niños de esa zona y decidí convertir las preguntas que me surgían en este proyecto: sobre la otredad, sobre los prejuicios, sobre sentirse ajeno a una realidad y los retos para acercarse a los otros. También es un proyecto que está muy atravesado por mi forma de ver el mundo en términos de mi relación con la naturaleza: yo soy medio panteísta, tengo esa sensación de que todo es sagrado, y eso lleva a una inquietud sobre lo medioambiental. Ha durado muchos años y creo que va a lograr mostrar esas inquietudes sobre lo que nos rodea, sobre cómo narrar la naturaleza y atravesarla por ese lugar que es reconocer al otro, al que es distinto a mí.
¿Por qué se describe como panteísta?
Yo digo que cuando estaban los diez mandamientos, ese que decía que no hay que hacerle el daño al prójimo lo leímos mal. La gente leyó al prójimo como el otro humano, pero yo creo que esto es una cosa mucho más amplia y que el prójimo no está reservado solo para nuestra especie. Yo soy muy poco de las doctrinas en general, los dogmas me cuestan muchísimo trabajo, pero creo que en este caso la culpa es de Disney: como yo fui criada por Disney y en las películas de Disney hablan el cucarrón, el pez, los relojes, las tazas, pues, marica, ¡para mí todo tiene vida! Ahora digo que es panteísmo, pero en realidad es que soy reinmadura y criada por Disney.
Estefanía Piñeres Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS
Hace poco se casó con otro artista, el músico Juan Pablo Vega, ¿cómo es su relación?
No sé si todo el mundo diga esto como para quedar bien con el esposo, pero para mí es una respuesta profundamente honesta: aunque los dos somos personas muy serenas, él ha aumentado en mí la sensación de calma. Con él he aprendido la importancia del silencio: es un man que no tiene que decir todas sus opiniones y para mí, que he sido una persona que me gusta debatir, ha sido muy valioso, porque a veces las opiniones aportan y a veces no. También me ha enseñado a sospechar de la intelectualidad y de las medallas que la gente se cuelga desde la intelectualidad, y para mí, que he querido saberlo todo, eso me ha desestructurado en un sentido muy bello. Por ejemplo, cuando surge una crítica de esas que se vuelven superpopulares, como “todos odiamos a tal artista”, él sospecha de eso, y pregunta: “¿Por qué? ¿Por qué lo odiamos si es capaz de conectar con tantas personas?”. Eso es lo que más admiro de él.
En su futuro próximo está su participación como actriz en la nueva temporada de Cien años de soledad, ¿qué viene para usted?
Como guionista he estado trabajando en Dynamo, que ha sido un proceso precioso al que me arrastró un poco Natalia Santa. Y, claro, me llena de ilusión seguir caminando y expandiendo mi proceso actoral en algo tan grande como Cien años de soledad, trabajando con Laura Mora, la directora de ese proyecto, que es alguien a quien admiro un montón; y en Juanse, una película que rodé recientemente y que escribió y dirigió Andrés Burgos, el guionista y showrunner de Delirio, que es otra de esas personas con las que amo trabajar. Es algo muy emocionante.
Portada de la revista Bocas con Estefanía Piñeres. Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS