El 'viaje' de los 'cowboys': de las Marismas del Guadalquivir a las Grandes Praderas

«¿Y realmente, así fue como ocurrió?», le preguntaron al marshal Wyatt Earp sobre la verdadera historia del Oeste. Y él, que se había ganado la posteridad en el fulgurante tiroteo de O.K.Corral, contestó: «Exactamente así fue, mentira más o mentira menos». Desde joven, cuando reinaba el espíritu salvaje de la conquista del Oeste, había sido sucesiva o simultáneamente cazador de búfalos y propietario de burdeles y salones de juego, pero, al paso de los años, una estrella de sheriff se le fue clavando a la altura del corazón al mismo ritmo al que Estados Unidos se apropiaba de las tierras que llevaban a la fachada del Pacífico, durante siglos provincias de España (Luisiana, Nuevo México o California).
En sus últimos años de vida, a partir de la segunda década del siglo XX, el emérito Earp, un viejo defensor de la ley que había nacido cuando la ley era incierta más allá del Misisipi, se paseaba por los primitivos estudios de Hollywood, inspirando a John Ford, que lo saludaba como si hubiera ido San Juan Bautista al set de rodaje.
El Oeste, como un destino para los sueños y las alucinaciones, bascula entre la conservación de un edén primitivo (la plenitud que procura la contemplación de la naturaleza sublime) y el deseo nunca satisfecho de la ambición, ferozmente humana, que perturba el paraíso con populosas ciudades y la llegada del ferrocarril. Desde 'El Último Mohicano', la novela de James Fenimore Cooper, hasta las películas crepusculares de Peckinpah, donde ya aparece el automóvil.
La persecución de la riqueza es el sino de un tipo de hombre de acción: siempre hay un oro más puro y nuevas tierras que poseer. De no haberlas, se sueñan.
Miguel Ángel Blanco, estudioso del legado español en el Oeste de EE.UU., recuerda que la palabra 'illusion', en inglés, «significa delirio o espejismo» y fueron los primeros exploradores al servicio de la Corona los que sintieron esa atracción abismal de las legendarias ciudades de oro.
Desde la llegada de Juan Ponce de León a Florida, en 1513, pasando por la Fuente de la Eterna Juventud de Menéndez de Avilés y hasta las primeras décadas del siglo XIX, España llegó a administrar unos dos tercios de la actual extensión continental norteamericana. A lo largo del siglo XVI, los hombres comandados por Vázquez de Coronado, primero, y por Juan Oñate, en las últimas décadas de esa centuria, recorrieron a caballo actuales territorios del Oeste; el Llano Estacado, donde azotaban los tornados, o Nuevo México, cuna de los Indios Pueblo.
Es el primer encuentro de la Historia entre el caballero y los virginales y amenazantes paisajes del Oeste. Y así, los ojos del extremeño López de Cárdenas descubren el Cañón del Colorado y el sargento mayor Zaldívar entrega el dibujo de un búfalo, obra que se conserva hoy en el Archivo General de Indias.
Leyendo 'Caballos y Équidos españoles en la Conquista y la Colonización de América', de Justo del Río, se comprende que el caballero español ha transferido al 'cowboy' valores que lo identifican con el espíritu estadounidense: el sentido del honor, la sed de grandeza, la defensa de una causa o de un ideal, la hospitalidad o la cortesía. «El soldado sentía por la vida de frontera atracción, consecuencia de una cultura que exaltaba el acto bélico como máxima valoración social. El caballo es un instrumento para la guerra y para la paz, una arma ofensiva y defensiva y ayuda a explicar, por sí mismo, la vida y la manera de conservarla. El caballo es un mecanismo de ascenso social, un medio de transporte y un modo de trabajo».
Desde finales del siglo XV, y con origen en Andalucía, se desarrollan las primeras ganaderías en América. La llegada de los conocimientos ecuestres, el desarrollo de técnicas de doma y monta en el corazón del Oeste americano, coincide con la popularidad de las novelas de caballería. El propio Quijote instruye con humor a Sancho, conminándole a comportarse dignamente a caballo como Gobernador de la Ínsula Barataria: «Cuando subieres a caballo no vayas echando el cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo, que parezca que vas sobre el rucio: que el andar a caballo a unos hace caballeros, a otros caballerizos».

Como constató Morales Padrón, el inolvidado catedrático de Historia de los Descubrimientos Geográficos, «a la sombra de famosos personajes, capitanes y gobernantes, iban individuos de rostro desconocido, que arreaban piaras de cerdos, cobijaban polluelos, trasladaban en parihuelas a animales recién nacidos o mimaban a las semillas para conseguir el milagro de su arraigo».
Para el que siente afán de aventura, ese territorio tan grande como el mar lanza al hombre el mismo reto: dominar la inmensidad.
«Muchos de los exploradores eran empresarios pecuarios y un significativo número de los caudales invertidos en la constitución y pertrechamiento de las huestes que partieron desde España procedieron de dicha actividad y retornaron a ella», escribe Justo del Río, refiriéndose a los ganaderos, vaqueros.
De esta forma se fue configurando una sociedad ganadera, adaptada a los territorios del Oeste, cuyas maestrías y conocimientos se transmitieron desde España, la Nueva y la peninsular. «Los corceles llevaban cubierta la cabeza, el cuello y el pecho con testeras, ciñiendo los lados y cubriendo las ancas y patas con gruesos escaupiles para protegerlos de las flechas de los nativos. Estos creían que luchaban contra centauros inmortales». En 'El Legado de España en América', José Tudela anota: «Se atribuyó que los caballos comían hierro u oro y al comprobar que se alimentaban de hierba, evidenciaron su animalidad».

Avanzando el siglo XIX, notables paisajistas se incorporaron a las exploraciones del Oeste, a veces vinculados a la cartografía, otras a la industria –que necesitaba saber cómo sacarle rédito económico a las nuevas tierras–, o sencillamente por inquietud artística. Albert Bierdstadt, Frederick Remington, William Ranney y otros aportaron imágenes fascinantes de Yosemite, de Yellowstone o de la relación entre los cowboys y los nativos americanos. En esta relación de ida y vuelta, entre América y España, también en ese mismo periodo del XIX, notables pintores románticos, como Eugenio Lucas, Genaro Pérez Villaamil o Manuel Barrón ofrecen obras que comparten motivo y enfoque con el Oeste, 'Asalto a la diligencia' (1850) o 'Vista del Puerto de Miravete, camino antiguo de Madrid' (1869). Mirando al espejo Atlántico, el 'outlaw' se compara con el bandolero y su ubicación en la sierra andaluza. Antiguos combatientes de la Guerra de Secesión en Estados Unidos y de la Guerra de la Independencia de España, sin un destino claro, fueron el germen de esas dos figuras, el forajido y el bandolero. Las pinturas a las que nos referimos pertenecen a la colección del Museo Thyssen y se complementan, desde la irrupción de la fotografía, con grandes imágenes de paisajes naturales de artistas como William Henry Jackson ('La Torre del Diablo', 1892, Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos) u otros, como Edward S. Curtis, que se centró en conservar la memoria de las tribus nativas ('Un Oasis en las Badlands', 1905). A lo largo del siglo XX, el dibujante mexicano afincado en El Paso, José Cisneros, completó la evolución de vaqueros y cowboys en cientos de obras.
Antes que el cine, la literatura procuró material para la mixtificación del 'cowboy', que originariamente –y ya en tiempos de la expansión de EE.UU. hacia California– sólo era un muchacho campero con la dura encomienda de acarrear el caballo durante días y noches. La voz 'vaquero' deriva a la inglesa en 'buckaroo', pero el uso es para 'cowboy'. Muchos de los autores que ganaron fama escribiendo sobre el Oeste nunca lo visitaron, como el alemán Karl May. En España, Marcial Lafuente Estefanía entregó durante años una novela breve del Oeste a la semana y llegó a publicar más de 2.500. Cuando se habla del Oeste, el descarado Wyatt Earp dijo la verdad: «Así es exactamente la Historia del Oeste, con alguna mentira más o alguna mentira menos».
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