De qué están hechas las ciudades

A los periodistas que escribimos sobre temas urbanos suelen preguntarnos: “¿Cómo ves la ciudad?” Una cuestión ésta que no resulta fácil responder con rotundidad, porque nunca las ciudades fueron una foto fija con contornos y tonalidades reconocibles.
A menudo nos guiamos por los indicadores, más o menos respetados, que toman la temperatura de las metrópolis para decirnos en cuál de ellas es más indicado vivir, invertir o pasar unas vacaciones. Pero estos aportes estadísticos –que no dejan de ser también imágenes congeladas– suelen neutralizarse entre ellos por responder a intereses diferenciados y no siempre honestos.
En realidad, la ciudad es un estado de ánimo. La ciudad es un mal día de tráfico. Una buena función seguida de una cena agradable en un restaurante nuevo. Tu artista preferido que pasa de largo. Una gran inversión que creará empleo de calidad. Una empresa que se va. Un amigo enfermo que se cura gracias al buen hacer de un hospital puntero. Una manifestación masiva tras una pancarta con la que simpatizas. La victoria del alcalde que has votado. La del que nunca votarías. Tu autobús atiborrado de turistas. El alquiler abusivo. Un distrito ignorado que remonta gracias a una biblioteca. El ascenso del equipo del barrio. Las personas que la habitan. Las que la habitaron. Alguien en concreto.
Joan de Sagarra es reconocido en Barcelona, pero en París aún no saben que han perdido a un cronista apasionadoPorque la ciudad se construye también a partir de una sucesión de relatos personales que no siempre trascienden, o que se difuminan con el tiempo. Relatos que conviene reivindicar.
La Barcelona del desaparecido Joan de Sagarra es una ciudad reconocible, con límites bien definidos, que pueden trazarse en el espacio y en el tiempo a partir de la lectura de su generosa obra periodística.
En el espacio, era una Barcelona que con el tiempo fue reduciéndose a las terrazas de su barrio, a los pocos locales donde servían el destilado con estilo y a las librerías amigas, pero que a la vez siempre mantuvo conexiones emocionales con las ciudades extranjeras que configuraron el universo cultural de este periodista y crítico.
El afrancesado Joan de Sagarra, leyendo ‘Le Monde’ en la Diagonal barcelonesa
Pedro MadueñoEn el relato temporal, la Barcelona de Sagarra se enriqueció, con sus propias aportaciones, para emular a las capitales teatrales que tanto admiraba: Avignon, París, Edimburgo o Milán. Desde sus responsabilidades políticas, Sagarra impulsó el Festival Grec y contribuyó a que el Teatre Lliure fuera una realidad.
Posteriormente, fue su espíritu crítico –a veces feroz y despiadado– el que alertaba del riesgo de caer en la autocomplacencia de las camarillas culturales, el que proclamaba la necesidad de mantener el pulso de los tiempos. Sus Rumbas , reeditadas por Libros de Vanguardia, completan muy bien su aportación periodística.
Pero Sagarra era mucho más que un cronista de Barcelona. El crítico fallecido el jueves fue también un cronista de la Europa teatral posterior a la Segunda Guerra Mundial, del París de la posguerra y, muy especialmente, un cronista de la Rue du Bac, su bella calle parisina.
En París no lo saben todavía, pero han perdido a un relator entusiasta de sus paisajes literarios y emocionales. El pequeño Joan aterrizó con su familia en el 42 de la Rue du Bac cuando su padre, Josep Maria de Sagarra, tomó el camino del exilio. Allí podía cruzarse con André Malraux o con los fantasmas de Chateaubriand, Madame de Staël o el pintor Whistler, que vivieron en la misma calle.
El listón de la excelenciaDurante unos años, almorcé con Joan de Sagarra en el restaurante Casa Paloma. Tras los primeros tanteos, los camareros aprendieron a servirle el Jameson como le gustaba. Pero el covid se llevó por delante el local y el cronista lo encajó mal; de nuevo tendría que explicar el arte de servir bien el whisky... Contra lo que puede parecer, no se trataba de una pose. Este mismo nivel de excelencia se lo exigía al teatro, la literatura o el periodismo: “Parece mentira que no hayáis dedicado ni una línea a la muerte de...” Así solían empezar nuestras comidas, que, a pesar de todo, siempre acababan bien.
Pero el epicentro de su universo mítico era la tienda de ciencias naturales Deyrolle, aún abierta, donde compraba mariposas disecadas y por cuyas dos plantas paseaba una mirada que nunca dejó de ser curiosa. Aviso a los expatriados franceses que puedan leer este artículo: hay un París de Joan de Sagarra que conviene preservar en la memoria.
Lee tambiénBarcelona y París salen bien paradas en el estudio que la prestigiosa consultora Resonance ha hecho público esta semana. Según su ranking, París es la segunda mejor ciudad europea y Barcelona, la cuarta.
Pero ambas, son, desde el jueves, algo más desmemoriadas. Han perdido a alguien que supo amarlas, criticarlas y, sobre todo, narrarlas con entusiasmo.
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