De manzanas y amistades

Que el día caiga en martes y 13 me trae sin cuidado, pero confieso que custodio al menos tres supersticiones: no paso ni muerta por debajo de una escalera, jamás le pediría a otro comensal que me acerque el salero, y los años en Rusia me dejaron la costumbre de no estrechar la mano de nadie bajo el dintel de una puerta, al entrar o salir de una casa. En cuanto a los espejos rotos, me deslumbra la novela de Rodoreda. A la hora de escribir, en cambio, escasas manías: me siento a la mesa y hago lo que puedo, según el viento que sople o el tiempo disponible.
En el gremio de la tinta los rituales de scriptorium no escasean. Truman Capote, tan mencionado en las últimas semanas en relación con los límites morales (o no) de la literatura, detestaba la presencia de rosas amarillas o que se le acumularan más de tres colillas en el mismo cenicero. El autor de la inapelable A sangre fría jamás abordaba o culminaba proyecto alguno en viernes, y se negaba a marcar un número de teléfono si, al sumar sus dígitos, el resultado le parecía de mal agüero. Era su manera de conjurar la ansiedad existencial, el miedo al fracaso, la caída en el olvido.
Bodegón con cortina (1895), de Cézanne
Dominio PúblicoLos humanos compartimos la necesidad de encontrar sentido en el caos, de buscar conexiones entre vivencias aunque no haya una lógica que las respalde. Repetimos gestos, palabras, pequeños rituales, como si así pudiéramos controlar la incertidumbre.
Los humanos compartimos la necesidad de encontrar sentido en el caosPara hábitos bizarros, el del poeta romántico Schiller, otro obsesivo. Su amigo Goethe reveló que guardaba un montón de manzanas podridas en uno de los cajones de su canterano, convencido de que el tufo de la descomposición —gas etileno mediante— estimulaba su creatividad: la podredumbre como musa.
A propósito de manzanas y amistades, el argentino Juan Forn narra una historia preciosa en El hombre que fue viernes: cuando el padre de Zola muere, la familia se traslada a Aix-en-Provence con penurias económicas. Los muchachos se burlan de él en la escuela, por pobre y raro, y un solo compañero lo defiende: Cézanne. El joven Zola le deja una canasta de manzanas en su puerta. Se hacen amigos. Con los años cambian las tornas, y es Zola, ya un escritor de éxito, quien convence al tímido Cézanne de trasladarse a París. Pero la amistad se va resquebrajando —celos, diferencias de carácter, quién sabe— hasta el distanciamiento definitivo cuando Zola escribe una novela sobre un artista incomprendido por su época —La obra, se titula— que lastima a Cézanne. ¿Qué hace este entonces? Empieza a pintar naturalezas muertas con manzanas, como si devolviera, una por una, las de aquella canasta que alguna vez selló una amistad en Aix.
Lee tambiénTodo esto viene a cuento de que, aunque se busquen asideros en el rito y la superstición, no hay más secreto que el trabajo constante y la apertura a lo inesperado para que las ideas se concreten. Lo dice Rick Rubin en El acto de crear: una manera de ser . Eso, y la paciencia de ir repescando manzanas en el barro de la memoria.
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