Bienvenidos a la era del musical deprimente: el cine canta ante el drama y el apocalipsis

Es el final del mundo, así que solo queda cantar. La película The End deja claro desde el título su pesimismo. Estamos en el final, concretamente en un búnker donde convive una familia desquiciada décadas después de que la tierra fuera asolada por el cambio climático. Lo que no resuelve el título es que, en pleno drama, sus protagonistas comienzan a cantar para lidiar con la pesadumbre. Porque, aunque suene atípico para el género, The End, que se estrena este viernes 25 de abril, es un musical. “Hay una clase de espectador que tiene manía al clásico musical donde todo va bien, superficial y cursi, y trilirí tralará. Por eso quizás hay quien está apostando por musicales con historias más duras, rompiendo con ese mito falso de que el musical siempre es alegre”, explica el investigador Alberto Mira, autor del ensayo El teatro musical de Stephen Sondheim.
Bajo ese epígrafe se encuentra The End, del documentalista Joshua Oppenheimer. Pero también obras recientes como Carmen, que mezcló el baile de Melissa Barrera con la inmigración; el doliente Cyrano, con Peter Dinklage; la surreal Annette, de Leos Carax; la española Polvo serán, sobre la muerte asistida; el cine melancólico de John Carney, con Sing Street y Once; la controvertida Emilia Pérez o incluso Joker: folie à Deux, condicionada por una promoción que evitó definirla como musical. “No lo es, sino que la música se usa para que los personajes expresen sus sentimientos cuando los diálogos son insuficientes”, dijo Lady Gaga en la presentación en el Festival de Venecia. Una paradójica cita que negaba su aspecto musical y, al mismo tiempo, redefinió las bases de este género cinematográfico.
“The End es en realidad un homenaje a la edad dorada del musical. Es el género por excelencia del negacionismo y el engaño. Aunque te encamines al abismo, la música te convence de que no necesitas cambiar de rumbo, porque el futuro siempre brillará. El sol saldrá mañana”, explica Oppenheimer a EL PAÍS por videoconferencia, citando el tema principal de Annie. “El género me sirve para enfrentar las contradicciones de nuestra era. Lo utilizo, junto al compositor Joshua Schmidt, para mostrar la lucha desesperada de cada personaje para convencerse de que todavía queda luz pese a la tristeza y la oscuridad”.
En la serie española Mariliendre (de Atresplayer), el guionista y director Javier Ferreiro construye el drama de Míriam Román, que rememora su juventud a través de canciones de principios de los 2000 mientras el pesar se apodera de su existencia. Temas como Más, te quiero y quiero contrastan la euforia del pasado y el drama del presente desde un tanatorio. “Usamos las canciones para expresar la melancolía del pasado. Es nuestra forma expresar cosas que desde un realismo no es posible”, cuenta Ferreiro, que exprimió las muchas referencias que ha acumulado en su vida como amante del musical: Cantando bajo la lluvia, Hedwig and the angry inch, Across the universe, Corazonada, Moulin Rouge… “Incluso Frozen. Porque Disney está muy presente en nuestra educación, y el momento musical de Dumbo ya me causaba pesadillas”.
Mariliendre resignifica hasta el Cuando tú vas de Chenoa. El investigador Alberto Mira subraya cómo la secuela de Joker explora el doble rostro de un musical “utilizando canciones clásicas y códigos reconocibles para darles la vuelta”, dice. “Enfrenta lo optimista y sentimental de esos iconos asentados de la cultura americana con su peor cara, la violencia y el terrorismo. Es un juego metatextual que ya practicaban los musicales clásicos, desde Rodgers y Hammerstein en Oklahoma a Bernstein en West Side Story: usar formas antiguas para añadir ironía y sacar de contexto el drama”, explica.
También explotó ese binomio, aunque desde Europa, Lars von Trier en Bailar en la oscuridad, con una Björk que enfrentaba su dura realidad como trabajadora de una fábrica a través de la música y el baile cantaba doliente por Sonrisas y lágrimas. Pocos musicales han llegado a esa cota de pesar. “Si quieres que se te tome en serio, parece que tienes que matar a alguien o contar una historia de narcotraficantes o terroristas”, apunta Mira.
¿Y por qué un musical para contarlo? Oppenheimer recuerda que para él fue lógico, porque sus dos documentales ya eran en cierto modo musicales. En The Act of Killing, por ejemplo, llevaba a los genocidas indonesios a recrear sus cruentos crímenes a través de un espectáculo musical, lo que tornaba su acto todavía más crudo. El germen de The End, en realidad, se remonta a la idea de rodar su tercer reportaje en el país, esta vez sobre los oligarcas que se enriquecieron en la época. Pero, al prohibirle la entrada, tuvo que reformular su base, sin perder el mensaje.

“Estaba desarrollando la idea y me puse uno de mis musicales favoritos, Los paraguas de Cherburgo. Lo hice para limpiar mi mente, pero me vino la idea”, recuerda el cineasta texano: “Mi familia de oligarcas sería estadounidense, porque este es un género estadounidense. Y el musical serviría, como en mis anteriores películas, para contar cómo utilizamos las historias para engañarnos sobre el mundo a nuestro alrededor, excusarnos de nuestros remordimientos y mentirnos”. Y puso a cantar a ese clan depresivo que protagoniza The End, encabezado por los actores Michael Shannon y Tilda Swinton.
Para él la diferencia con Von Trier es que sus personajes “no escapan con las canciones a una burbuja de fantasía disociada, sino que es la parte de realidad que les ayuda a creerse las mentiras. Al contrario que en el musical de la edad dorada, donde el personaje canta porque la verdad es demasiado grande para contarla en diálogo, aquí lo hacen porque no pueden abrazar la realidad y mantienen las mentiras con la música. Les ayuda a justificar y romantizar su crueldad”, explica Oppenheimer. Todo puede ser un musical, incluso la reciente alegoría vampírica afroamericana Los pecadores, un éxito de taquilla con varios números cantados para definir la cultura de sus personajes.
Mira sí guarda cierta crítica a estos musicales de autor o con punto de vista, porque “a veces tienen el problema de no explicar por qué se canta. Algunos en realidad no necesitarían canciones para contar su historia”, señala. Propone que los directores se planteen siempre “¿qué aportan las canciones y cómo contribuyen a que la narración mejore? La historia y la música deben equilibrarse y funcionar juntas, las canciones deben aportar lo que el libreto no te da; y, si las quitas, pierde algo relevante. West Side Story o Sweeney Todd no funcionarían igual sin música”. Expone, por ejemplo, que, aunque el concepto de Emilia Pérez “es el musical kitsch, la música elegida no acaba dialogando con la trama, no refleja la ironía ni el melodrama. Al elegir europop, ambas partes no casan”. Ferreiro también divagó en Mariliendre para que ambas partes fueran de la mano: “Las canciones deben caminar con el imaginario que muestras. Hay películas en las que parece que surjan de la nada, no naturalmente de lo narrativo. Tienes que hacer que el espectador compre ese universo”.
¿Entonces cómo se convence al espectador reticente a ese pacto con el musical? Es verdad que la taquilla sigue premiando a los musicales “de siempre” como El gran showman, Wicked o Wonka, pero el arte está para romperlo y jugar con él, cuenta Mira, que recuerda la melancolía del Company de Sondheim: “Se trata de romper convenciones. Puedes hacer un dramón cantando. En la ópera del XIX, la convención era que alguien moría, pero en el musical sobrevive esa idea de ‘felices para siempre”.
EL PAÍS