Batallas navales I: Francisco Ribera, el corsario que destruyó a toda la Armada otomana
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"Dejáronme con el árbol y entena de gavia y entena de cebadera hechos pedazos; los demás árboles con tantos cañonazos, que ninguno es de provecho; desaparejáronme de manera que fue menester hasta la jarcia de la jareta para remediarme, además que hacía muchísima agua, que hasta Candía los soldados han venido dando a la bomba, y la Carretina ha hecho muchísima agua”. El capitán Francisco de Ribera, a bordo del maltrecho galeón Nuestra Señora de la Concepción, informa a finales de julio al duque de Osuna, virrey de Sicilia, del estado en que ha quedado su flota tras una batalla de tres días contra una armada turca que será recordada durante siglos. Nada será igual en la mar desde esa fecha: 16 de julio de 1616.
Ribera llevaba de vuelta las entenas o vergas de gavia y cebadera destrozadas, es decir, los palos horizontales que forman la arboladura de los galeones para sujetar las velas, así como el resto de mástiles inservibles, y teniendo que usar los cabos que sujetan el mástil, la jarcia de jarreta, para poder reparar el resto del aparejo que hace funcionar las velas. Todo ello sin contar, además, las vías abiertas en el casco que obligaban a achicar agua a la tripulación durante toda la travesía de vuelta hasta la actual Heraclión en Creta, llamada entonces Candía:
“Dime prisa a tomar Candía; llevóme de remolco la Capitana Vieja, hasta que me aderecé. Hanme muerto en la Capitana 15 soldados y (heridos) al sargento de Castillo y marineros, que ya casi todos están buenos. En la Almiranta mataron cuatro soldados y dos marineros e hirieron 26; en la Carretina mataron 10 e hirieron 25; en la Capitana Vieja mataron dos; en el patache mataron uno e hirieron dos”. Podría parecer un mal balance para llegar al puerto de entrada de Creta, donde ahora varan cruceros y embarcaciones de recreo, pero en realidad, era irrisorio dadas las circunstancias que habían rodeado los tres días de batalla sin cuartel en Cabo Celidonia, en la costa de Anatolia, contra una Armada turca formada por más de 50 galeras y 1000 hombres.
De su flota, la Capitana, que gobierna él mismo, es decir, el galeón Nuestra Señora de la Concepción, tiene que ser remolcada por la anterior Capitana, el San Juan Bautista, otro galeón, mientras que vuelven por sí mismas la Almiranta, Nuestra Señora de la Anunciación, una nao al igual que La Catherina, que también va haciendo agua, más una urqueta, la Santa María de Buenaventura, y el patache El Santiago que también es remolcado. Dos galeones, dos naos, una urqueta y un patache, en total seis embarcaciones contra más de 50 galeras, la embarcación considerada la fuerza de referencia en la época para las batalles navales.
En total, seis embarcaciones contra más de 50 galeras, la embarcación considerada la fuerza de referencia en la época para las batalles navales
Son seis naves mancas, porque a diferencia de las galeras no necesitaban de los brazos de los galeotes que remaran con fuerza al son del tambor, y que habían destrozado a la práctica totalidad de la armada turca en el Mediterráneo. Las noticias de la gesta de la flota corsaria española darían la vuelta al mundo. ¿Cómo era posible técnicamente que una pequeña flota hubiera destrozado de esa manera a toda una armada otomana? ¿Existían realmente esos corsarios españoles en el siglo XVII? ¿No era el corso una cuestión de naciones extranjeras como Inglaterra, Francia o los Países Bajos?
La realidad es que Francisco Ribera comandaba la flota privada del duque de Osuna, Pedro Téllez-Girón y Velasco, quien había obtenido de forma inusual la patente de corso de Felipe III. Las órdenes de Ribera eran, de hecho, puramente corsarias: “Llegar hasta el fondo del Mediterráneo” en busca de la Armada otomana, tal y como le pide el duque de Osuna, se entiende que con el acicate de obtener botín y después de que el Consejo de Estado de Felipe III hubiera prohibido expresamente la acción. La historia de la Batalla de Cabo Celidonia es rica en matices y define una actividad en el mar de las naves españolas en el siglo XVII un tanto desconocida: la del corso.
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El capitán Francisco de Ribera, ni pertenecía a la armada real, ni había nacido en puerto de mar, sino en Toledo en 1582, “hijo de Pedro Fernández de Ribera, un hidalgo leonés mayordomo del obispo de Lugo, y de Isabel de Medina, natural de la villa toledana de Mascaraque”, tal y como relata F. Javier Sánchez Sánchez en la apasionante biografía
Huérfano muy pronto, a los cuatro años, como tantos en su generación habían crecido escuchando en tabernas las historias de la Batalla de Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos”, como escribiría Miguel de Cervantes en el prólogo de El Quijote años después, en 1605. Y por más que el destino pareciera abocarle a ser un espadachín más del siglo de Oro, precisamente una reyerta en Toledo, en la que mató a estocadas a un hombre y acuchilló a otros cinco, le hizo huir hasta Cádiz, en donde se enroló como soldado en la Armada del Mar Océano, en la flota de galeones comandada por Luis Fajardo.
Allí aprendería todo sobre la mar y la guerra para pasar de “resuelto espadachín del Siglo de Oro, a intrépido capitán corsario”, y a ser ascendido después por méritos propios a “almirante real, distinguido por su competencia como general de la Armada y ennoblecido por el rey al nombrarlo caballero de la Orden de Santiago”, según escribe F. Javier Sánchez, para lo cual fue indispensable la célebre Batalla de Cabo Celidonia contra los otomanos.
El éxito contra los turcos y la propia carrera del capitán corsario Francisco Ribera, antes de llegar a las más altas cotas de la Armada, no se puede entender sin la figura del duque de Osuna, Pedro Téllez-Girón y Velasco, que había sido nombrado virrey de Sicilia por el Consejo y Felipe III en 1610, después de una exitosa carrera militar en Flandes.
El éxito y la carrera del capitán corsario Francisco Ribera no entiende sin la figura del duque de Osuna, Téllez-Girón y Velasco
En Sicilia, el duque de Osuna interpretaría un poco a su antojo sus atribuciones como virrey además de armar tres años más tarde precisamente la flota privada que comandaría Francisco Ribera, “que logró de forma sorprendente patente del rey Felipe para operar en corso gracias a las gestiones realizadas ante el conde de Uceda, que se quedaría a cambio con una parte sustancial del botín”, tal y como explican Carlos Canales y Miguel del Rey, en
El corso no dejaba de ser una empresa particular, solo que a diferencia de la piratería estaba fiscalizada en todo momento por la corona que la había autorizado y a quien se debía de dar cuentas. Los corsarios, a cambio de botín y otras ventajas, no podían desoír en cambio las órdenes del reino al que servían, en cuanto a decidir a quién atacaban y cuándo, que es justamente, sin embargo, lo que hizo en Cabo Celidonia el virrey de Sicilia al enviar “al fondo del Mediterráneo” contra los otomanos, a la flota corsaria comandada por Ribera.
El duque de Osuna interpretaba, por una parte, que en el Mediterráneo los turcos estaban debilitados, según los informes de sus espías, y que era una buena ocasión para infligir daños, asegurar el comercio del reino por esas aguas y sacar botín de paso, para lo cual dispuso de su flota, haciendo llegar la petición al Consejo de Estado con el plan de atacar a los otomanos con la dilación suficiente para que en caso de no recibir autorización, como así ocurrió, Ribera ya hubiera zarpado.
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Las órdenes del capitán Francisco Ribera eran simples: zarpar con sus seis navíos hacia ese fondo del Mediterráneo y practicar el corso en sus aguas hasta atraer a una debilitada armada turca y presentarla batalla. Básicamente practicar una guerra corsaria exactamente como habían hecho los turcos contra los reinos de España. Lo que sería una novedad absoluta en esta campaña es que era una flota manca, es decir, sin las galeras propulsadas por la fuerza de remos y que habían protagonizado la guerra marítima en el Mediterráneo durante siglos: una misión arriesgada.
El plan había salió según lo previsto: “La flota ducal se hizo a la vela el 15 de junio de 1616 y llegó a vista de cabo Celidonia el día 18 (...) situado en la región de Caramania, en la costa sur de Anatolia, bañado por el mar de Chipre y cercano al último bastión defensivo de los piratas cilicios derrotados por Pompeyo el Grande” de nuevo según F. Javier Sánchez. Ribera se dedicó a asaltar navíos en esas aguas esperando que una “debilitada” armada otomana fuera en su busca; tomaron 16 caramuzales cargados de mercaderías, y persiguieron a un renegado inglés conocido como Solimán Sansón hacia el sur de Chipre y hasta el puerto de Salinas, donde cayeron otros diez bajeles. No alcanzaron a Solimán, pero daba lo mismo, porque sus acciones surtieron el efecto deseado cuando el gobernador de Chipre alertó al capitán bajá de la Armada otomana sobre los corsarios españoles.
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Hacia el 1 de julio, Ribera supo por un navío de griegos que venía de Constantinopla que la armada otomana se había juntado en la isla de Quios, y que formaban ya 45 galeras y esperaban juntar hasta 60, lo que cambiaba la misión de arriesgada a directamente suicida. Aun así, el capitán exploró la posibilidad de ir a su encuentro mientras estuvieran en puerto pero era demasiado viaje, por lo que volvió a cabo Celidonia. Según informó el propio Ribera:
“Así me determiné estar sobre el cabo, creyendo cierto que la armada me vendría allí a buscar, como lo hizo, que apareció a 14 del dicho julio con 55 galeras. Viniéronse a mí con una prisa terrible; como lo vi, puse bandera de juntar bajeles; estando juntos amainé en seco, y les di por orden que el Almiranta, Carretina y Urqueta estuviesen siempre juntos, y si fuere calma muerta se diesen cabo por los costados, y que si por desgracia echasen alguno a fondo, que los demás le salvasen la gente, y si le desarbolaban le diesen cabo, y que en todas necesidades fuesen socorridos unos de otros”.
Fue la clave de batalla: la armada otomana, que pensó que la flota corsaria intentaría huir en principio ante la increíble desproporción de número, percibió, sin embargo, que iban a intentar sorprendentemente presentar batalla. Lo que planteó entonces Francisco de Ribera fue directamente una fortaleza en el mar: con sus seis navíos mancos muy juntos abarloados, formando un círculo cerrado.
Lo que planteó entonces Franciso de Ribera fue directamente una fortaleza en el mar con sus seis navíos mancos muy juntos abarloados
Como era de esperar, las galeras turcas se lanzaron con la intención del abordaje, que era su ventaja por su maniobrabilidad y por el número, pero al estar todas las naves juntas resultaba poco menos que imposible, más aún cuando Ribera ordenó disparar a la española: es decir, en vez de hacerlo a la distancia del cañón, esperaron y cuando comenzaron a acercarse dispararon todos los cañones a ras para barrer desde muy cerca a las embarcaciones turcas:
Como señalan Carlos Canales y Miguel del Rey: “Había balas macizas de hierro para abrir vías de agua en los cascos, balas con cuchillas para arrancar cables y antenas, pero perfectas para hacer lo mismo con brazos o cabezas, proyectiles, de piedra caliza que se rompían al chocar volando sus restos por el aire como metralla, botes con clavos, trozos de metal y bolas de acero, e incluso proyectiles desarboladores, formados con bolas de hierro unidas por cadenas, que arrancaban palos, destrozaban velas, y tenían un efecto demoledor sobre las tripulaciones de las galeras y los soldados que se concentraban en las arrumbadas”.
Fueron tres días de resistencia sin cuartel ante las embestidas de los otomanos que resultaron más bien un infierno para las galeras turcas, ya que sus intentos de asalto se encontraban una y otra vez con la enorme capacidad de fuego de las “naves mancas”, que además de los cañones, contaban con los mosquetes y la ventaja de su altura. Aun así, los tres días de cañoneo también comenzaron a hacer estragos en las arboladuras de los galeones y naos, pero nada comparable a la inmensa sangría que estaban recibiendo los otomanos. A las tres de la tarde del tercer día, según anotó Ribera, las maltrechas galeras se retiraron. Habían perdido 11 galeras y otras 15 estaban inservibles, hasta el punto de que ocho de ellas se hundieron antes de llegar al Líbano a donde se habían retirado. En total, 1200 combatientes turcos estaban muertos y, con ellos, casi 2000 galeotes, mientras que la flota española había perdido 43 soldados y 28 marineros.
Aunque los dos galeones habían quedado casi inutilizados, y el resto de naves en muy mal estado, habían vuelto todas. Era evidente que Cabo Celidonia había constituido una victoria absoluta sobre la armada otomana, que quedó prácticamente barrida. La noticia dio la vuelta al mundo y con ella la superioridad de esas naves mancas frente a las viejas galeras. Sin embargo, a pesar de la gran hazaña de Ribera, que inspiró una obra teatral de Luis Vélez (El asombro de Turquía y el valiente toledano), el Consejo de Estado no valoró cambiar la función de los galeones para las acciones bélicas de la Armada Real y mantuvo las galeras a pesar de que en el pensamiento del mundo Mediterráneo la batalla revolucionó el concepto de la superioridad bélica de las galeras frente a los navíos.
El Confidencial