Arquitectura inspirada III: así ha resucitado en Pontevedra un espacio natural perdido
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Abrazada por el océano Atlántico al oeste y protegida al este por la sierra da Groba, la zona de Pontevedra conocida como “el horizonte” se revela como un enclave topográfico privilegiado: una prominente masa granítica que se eleva sobre la llanura costera. Este accidente natural ha moldeado históricamente tanto la forma del paisaje como la forma en que el ser humano lo ha habitado. La estructura del territorio puede leerse a través de su sección: desde el monte Torroso, el terreno desciende abruptamente hacia el océano, atravesando una franja costera estrecha e intensamente antropizada que revela el paso del tiempo y la huella de generaciones pasadas. Las terrazas agrícolas, pacientemente construidas, conforman una geometría que habla de la adaptación humana al relieve, del esfuerzo colectivo por domesticar el terreno y hacerlo fértil. La materia granítica desciende con fuerza, dando lugar a una orografía compleja, hasta alcanzar el área habitada. Allí, la topografía se suaviza y se pliega, generando las condiciones óptimas para el cultivo.
En 1994, con motivo de la ampliación de la carretera PO-553, el perfil natural de la costa fue drásticamente alterado. El “horizonte” fue rellenado con los restos de construcción del vial, dando lugar a una gran plataforma artificial: la llamada explanada del horizonte. Esta intervención supuso una ruptura radical de la sección natural, un empobrecimiento irreversible del suelo y la pérdida de la memoria del lugar. Lo que una vez fue un paisaje lleno de significado fue sepultado bajo escombros. Sin embargo, el recuerdo permanecía latente.
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Este proyecto nació como un encargo de creación de un parque público, tomando como punto de partida esa gran explanada situada en Pontevedra y, en concreto, en Portecelo, O Rosal. Sin embargo, el proceso de trabajo superó los límites iniciales del encargo. Durante las labores de campo, quedó en evidencia que la explanada era un espacio hostil: un suelo contaminado y compactado, cubierto por especies invasoras y con un drenaje completamente ineficiente. A medida que se recorría el lugar, los vecinos, intrigados por las continuas visitas y mediciones, comenzaron a acercarse. Compartían recuerdos, anécdotas, juegos de infancia entre las rocas, historias de salinas, escondites y cabañas improvisadas. En el territorio, adormecido durante décadas, comenzaba a despertar una memoria colectiva.
Así, el objetivo inicial –construir un parque– evolucionó hacia un propósito mucho más profundo: recuperar la sección costera original, restaurar la continuidad entre la montaña y el mar, devolver al lugar su forma, su memoria y su dignidad. Se propuso entonces redibujar la sección del territorio, pero no desde una abstracción técnica, sino desde el vocabulario del lugar: las terrazas agrícolas tradicionales. El programa funcional se dividió en distintos niveles o terrazas que alojarían los diversos usos del parque, organizados según su intensidad y conectados mediante rampas y escaleras que permitieran una circulación fluida y constante visión hacia el océano.
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Proyectar hacia el paisaje significa también dejarse transformar por él. A medida que avanzaban las obras, la excavación revelaba las antiguas laxes graníticas que yacían ocultas bajo el relleno artificial. Terraza a terraza, se descubrieron más de 420 m² de roca madre. Este hallazgo activó un proceso emocional inesperado. Vecinos, peregrinos y visitantes se acercaban con curiosidad y respeto para contemplar las masas pétreas que volvían a ver la luz después de medio siglo. Había algo sagrado en esa reapertura, como si el lugar recuperara su aliento. El gesto arquitectónico fue entonces doblemente cuidadoso. Cada roca descubierta fue limpiada, respetada y puesta en valor. Hasta 11 versiones distintas de la planta original fueron dibujadas para adaptarse a las nuevas morfologías del terreno, generando un diálogo sensible entre los muros rectilíneos –construidos en obra– y las formas libres y escultóricas de las laxes. Todo el proceso fue casi artesanal, ejecutado in situ, donde el diseño no impone sino mide, observa y acompaña.
La regeneración vegetal, por su parte, no fue entendida como una solución inmediata, sino como un proceso paciente y adaptativo. El suelo, muy degradado, requería una estrategia de recuperación progresiva. Se inició con la plantación de herbáceas pioneras, arbustos y árboles que mejoran la estructura edáfica, pero cuya presencia es temporal. Estas especies preparan el terreno para que, con el paso de los años, puedan instalarse otras especies más robustas, traídas por el viento, los pájaros o las propias dinámicas ecológicas del entorno. No hay riego, no hay orden aparente, no hay flores ornamentales. Solo una serie de condiciones iniciales a partir de las cuales el tiempo y el territorio dibujan su propio jardín.
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Los pavimentos y muros del parque fueron diseñados con distintas granulometrías del granito local, buscando fundirse con la solidez y la textura de las laxes. En contraste, los elementos ligeros como juegos infantiles, bancos y luminarias parecen flotar sobre la roca, sin tocarla, como si pidieran permiso al lugar. La geometría se adapta a la topografía hasta alcanzar de nuevo la cota natural del terreno, sin artificios ni imposiciones. La arquitectura se inserta en el territorio sin violentarlo, revelando lo que ya estaba allí, esperando ser escuchado.
La atmósfera resultante oscila entre el gris de la montaña y el azul del océano, quietud y movimiento, gravidez y ligereza, amanecer y atardecer. Formas puras que se encastran en el pavimento y se funden con el paisaje colindante. Un paraje para sentir el territorio y sus formas, para sentir la tectónica que emerge del océano hasta tocar nuestros pies.
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Créditos de proyecto:
Autoría: María Fandiño Colaboran: Víctor Adorno, Isabel Villares, Melantho Theodosopoulou, Laura del Valle Fotografía: Héctor Santos -Díez
Realización seleccionada arquia/próxima 2024
Abrazada por el océano Atlántico al oeste y protegida al este por la sierra da Groba, la zona de Pontevedra conocida como “el horizonte” se revela como un enclave topográfico privilegiado: una prominente masa granítica que se eleva sobre la llanura costera. Este accidente natural ha moldeado históricamente tanto la forma del paisaje como la forma en que el ser humano lo ha habitado. La estructura del territorio puede leerse a través de su sección: desde el monte Torroso, el terreno desciende abruptamente hacia el océano, atravesando una franja costera estrecha e intensamente antropizada que revela el paso del tiempo y la huella de generaciones pasadas. Las terrazas agrícolas, pacientemente construidas, conforman una geometría que habla de la adaptación humana al relieve, del esfuerzo colectivo por domesticar el terreno y hacerlo fértil. La materia granítica desciende con fuerza, dando lugar a una orografía compleja, hasta alcanzar el área habitada. Allí, la topografía se suaviza y se pliega, generando las condiciones óptimas para el cultivo.
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