Alan Sokal, el físico burlón que ridiculizó a las humanidades e hizo estallar la guerra cultural

Al principio se rió, perplejo, pero luego se sintió un poco ofendido. Ocurrió en un peculiar congreso que reunió a finales de los años 90 en Brasil a científicos y a filósofos. Fue entonces cuando alguien desplegó con nerviosismo un papelito y le espetó a Bruno Latour: «Tengo una pregunta para usted: ¿cree en la realidad?». «¡Por supuesto!», respondió el francés, «¿por quién me toma?». Latour confesaría después en su libro La esperanza de Pandora que aquella pregunta le dolió. ¿Cómo era posible que su esfuerzo de décadas junto a otros pensadores posmodernos por levantar las alfombras de los laboratorios hubiera mutado, en el fragor de las llamadas guerras de la ciencia, en algo tan parodiable? Lo gracioso es que, de hecho, todo había empezado con una parodia.
En la primavera de 1996, un joven físico izquierdista cansado de observar como sus colegas de letras abusaban de conceptos científicos que no entendían, mientras que clamaban que la ciencia solo era una religión más con intereses ocultos, decidió gastarles una broma. Alan Sokal escribió un artículo con el fin de parodiar a los santones de la filosofía francesa, cargado de citas tan reales como ridículas, y lo envío a la prestigiosa revista postmoderna Social Text, sin ninguna esperanza de que se la publicaran. Pero lo hicieron. ¿Su título? Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica.
Así, un número especial de una prestigiosa publicación académica de la Universidad de Duke llegó a sus lectores con afirmaciones hilarantes como que la gravedad no es más que un constructo social o que la existencia de un mundo exterior con propiedades independientes de cualquier ser humano «es un dogma impuesto por la larga hegemonías postilustrada del pensamiento occidental». Entonces el burlón Sokal confesó el ardid y la bomba retardada hizo explosión.
El escándalo se llevó por delante los frágiles puentes tendidos entre las pujantes ciencias y unas humanidades de capa caída. Los más belicosos de las primeras aseguraron que aquello no sólo mostraba que toda la filosofía francesa actual era «una sarta de bobadas», sino también que las letras debían rendirse y entregar las armas: ya no servían para comprender el mundo. Los paladines de las segundas respondieron tachando a los señores de los números de pedantes cuadriculados, sin sentido del humor ni de la metáfora, incapaces de entender las sutiles pulsaciones del corazón humano.
Al año siguiente, en un libro que escribió sobre la catarsis que había desencadenado y que tituló Imposturas intelectuales, junto al también físico Jean Bricmont, Alan Sokal rememoraba con cierto asombro lo ocurrido: «Los debates han acabado abarcando un espectro cada vez más amplio de cuestiones cada vez más tenuemente relacionadas entre sí, referentes no sólo al estatuto conceptual del conocimiento científico o a los méritos del postestructuralismo francés, sino también a la función social de la ciencia y la tecnología, al multiculturalismo y a la corrección política, a la oposición entre izquierda y derecha académicas y a la oposición entre izquierda cultural e izquierda económica».
Aquellas guerras de la ciencia entre «realistas» y «posmodernos» pueden verse hoy como las primeras batallas de una contienda aún mayor, las llamadas guerras culturales entre la nueva derecha populista y la llamada izquierda identitaria y que vivieron sus más sangrientos episodios a partir de la victoria de Trump y el Brexit en 2016. Por cierto que el parte de batalla hoy dicta casi una victoria total de la diestra sobre la siniestra. No en vano, el Sokal un tanto cariacontecido que visitó España recientemente, lamentó que la situación había empeorado terriblemente estas tres décadas. Hoy, los hunos quieren cerrar Harvard mientras los hotros niegan el hecho fáctico de la existencia de dos únicos sexos.
Impresiona hoy que todo comenzara con un libro tan divertido. Porque Imposturas intelectuales puede ser injusto con la indudable grandeza de gran parte de la filosofía contemporánea, pero es también un delicioso registro de sus locuras. Jacques Lacan y Julia Kristeva en psicoanálisis, Luce Irigaray en estudios feministas, Jean Baudrillard, Gilles Deleuze, Felix Guattari y Paul Virilio en filosofía, o el citado Latour en estudios de la ciencia, desfilan en un pandemónium de afirmaciones abracadabrantes, supina ignorancia científica que no les corta, sin embargo, a la hora de pontificar de topología o física cuántica, y extravagancias sublimes como que el pene erecto es la raíz cuadrada de menos uno (Lacan dixit).
Siete consejos memorables ocupan el epílogo: hay que saber de lo que se habla, todo lo que es oscuro no es necesariamente profundo, las teorías científicas no son como novelas, las ciencias exactas no son imitables, no debemos confundir un saludable escepticismo científico con el solipsismo radical y la ambigüedad no debe nunca ser utilizada como subterfugios de la verdad.
En realidad, al disfrazarse de impostor para dinamitar una impostura, Sokal no hacía más que servirse de una práctica ya clásica del periodismo de investigación e infiltración cuya referencia insoslayable, el alemán Günter Wallraff, protagonizará la segunda entrega de esta serie.
elmundo