‘The New Yorker’ cumple 100 años exhibiendo sus portadas dibujadas
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Esta mujer de cierta edad, de ser un dibujo, sería portada.
Viste traje de chaqueta oscuro, abrigo rojo, pelo gris metalizado y deportivas coloreadas. Lo que, según los estereotipos, se entiende como una auténtica extravagante al estilo neoyorquino.
“¡Qué suerte que me tocara médico!”, exclama, como si visitar la consulta del galeno fuera una verbena, mientras trata de sacar fotos de los cuadros colgados en las paredes. Parece que se haya escuchado, reacciona y apostilla: “Si no hubiese tenido médico, no habría descubierto esta exposición, una de las mejores que he visto en mucho tiempo”, asegura.
Esta exposición en L’Alliance, centro cultural francés en la Gran Manzana, se dedica a las primeras páginas de una revista singular como The New Yorker, organizada por su centenario, que se festeja estos días.
Aquí se contrastan el original y el resultado una vez impreso. A cualquiera de los artistas que ilustran esas portadas les podría resultar de inspiración esta señora entusiasta para algunas de sus obras sobre la gran ciudad.
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“Cuando empecé, no sabía mucho de The New Yorker, así que fui a la librería y repasé las portadas de la década de los 30 o los 40”, confiesa Françoise Mouly, directora de arte de la revista desde 1993 y comisaria de la muestra. “No solo vi cómo vestía la gente o cómo eran los coches, sino que fue asombroso cómo me dio la idea de lo que era estar vivo en ese momento, los prejuicios o lo que hacía que la gente riera, simplemente todo el subtexto de lo que es una cultura, y me di cuenta de que la revista ofrece un retrato de nuestro tiempo”, subraya.
Hay portadas que describen una época, como la Mona Lisa que rechaza ser fotografiada. En la sala, se suceden varias que hacen un relato de actualidad de otra manera. Ahí está la obra de Gurbuz Dogan Eksioglu titulada Borrado, en que se difumina la cara de Osama bin Laden una vez muerto, o la de Art Spiegelman, Cuesta abajo, en la que los micrófonos se dirigen a la bragueta del presidente Bill Clinton en plena crisis por el lío sexual con la becaria Monica Lewinsky, o la de Barry Blitt, La política del miedo, en la que aparecen los Obama en su primera campaña electoral, Barack con turbante y Michelle, como terrorista, fusil colgando.
Un mundo pintado. “Nuestra fortaleza es lo que no hacemos”, dice Mouly. “No ponemos fotografías como otras revistas, ni celebridades, y no vinculamos la portada al contenido interior, no pretendemos ilustrar el artículo principal ni decimos a los artistas qué han de pintar. El director no impone el tema, es una idea generada por los artistas”, insiste.
Esta ha sido la brújula de una publicación reconocida desde sus orígenes “por su precisión y claridad”, afirma David Remnick, su director. Su fact checking (comprobación de hechos) es legendario en la profesión.
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El señor Eustace Tilley mirando una mariposa ocupó la primera portada en febrero de 1925 y sigue apareciendo en cada número y aniversario
The New YorkerY eso que sus inicios no fueron nada fáciles e incluso su cofundador y primer director, Harold Ross, estuvo cerca de perderlo todo en una partida de póquer hace 100 años. Ross, un verdadero aventurero nacido en Aspen (Colorado), hijo de un minero de plata y de una maestra, dejó su hogar siendo adolescente y trabajó en una retahíla de periódicos, hasta que sirvió en Europa durante la Primera Guerra Mundial, donde colaboró con el diario militar estadounidense Stars&Stripes. Poco antes del armisticio, en París, conoció a la periodista Jane Grant, con la que se casó, aunque ella confesó que él era “el hombre más feo que jamás había conocido”. Impresionados por las llamadas revistas de humor francesas, decidieron fundar la suya propia una vez de regreso a Nueva York.
“Es una tradición que empezó hace 100 años, cuando las revistas eran el principal medio de comunicación visual. En Europa, había visto esas portadas ilustradas por artistas como Juan Gris. Arrancaron su revista con los artistas como reyes”, comenta Mouly. Pasarían unos años antes de que, en esas páginas, encontraran cobijo los más grandes escritores.
Desde aquel primer número en febrero de 1925, que fracasó en todas las expectativas de ofrecer “alegría, ingenio y sátira” –Ross y Grant se plantearon comprar una gran cantidad de ejemplares para dar la imagen de que había funcionado, si bien desistieron por una cuestión de finanzas–, la revista ha tenido una presencia recurrente, además de su nombre identificativo, una ocurrencia del agente de prensa de Broadway John Toohey. A nadie le preocupó que ya había habido un The New Yorker.
En aquella edición fundacional, publicada en la era del jazz en Manhattan, el ilustrador Rea Irvin marcó un estilo característico con la tipografía del logotipo y una portada que se ha ido repitiendo en cada aniversario como el ADN de la revista. Irvin creó a Eustace Tilley, la cara de The New Yorker.
“Básicamente, es una imagen de sofisticación. Alguien con un sombrero de copa, un monóculo y la nariz respingada mirando una linda mariposa, una mariposa intrascendente. Irvin fue muy inteligente al encontrar una imagen que expresara el deseo de una mirada sofisticada al mundo y, a su vez, se burlara de sí mismo”, sostiene Mouly. “Era un sentido del humor en el que, siendo serio y dedicado a lo que haces, no te tomas demasiado en serio”, añade.
Lee también Javier Mariscal, entre los autores que reinterpretan al símbolo de ‘The New Yorker’Apareció tal cual en todos los cumpleaños de la revista, hasta que, en la década de los noventa, se encargó en cada ocasión a los artistas que hicieran una versión nueva. En el pasado número, Tilley reapareció tal cual, pero se incluyeron otras portadas. En el ejemplar digital, Javier Mariscal fue uno de los elegidos para hacer una revisión de ese rostro identificativo. Ana Juan, Sergio García o Diego Mir son otros de los españoles que han hecho portadas de la revista.
A Ross (fallecido en 1951), le sucedieron en la dirección William Shawn (1951-1987), Robert Gottlieb (1987-1992) y entonces llegó Tina Brown. “La revista era muy respetada, pero se dormía en los laureles”, indica Mouly. Brown provocó un terremoto. Las portadas, definidas como un oasis de paz, cambiaron. Aunque no dejaron de ser independientes del contenido, la nueva directora quiso que hechos cotidianos se vieran reflejados. La portada de un jasídico besando a una mujer negra (día de San Valentín, 1993, obra de Spiegelman (marido de Mouly), causó consternación.
“A ella le gustaba la controversia y las reacciones de la gente, pero muchos lectores estaban furiosos porque rompía la tradición de no entregar la portada a las noticias”, rememora. Era la llegada de otra época. Cuando David Remnick tomó las riendas en 1998, la revista redefinió su enfoque distintivo e incorporó que las noticias entraran solo cuando había algo vital que decir.
En la pared, cuelga Madame president, la ilustración que Kadir Nelson hizo de Kamala Harris para la portada que nunca existió el pasado noviembre. Mouly tuvo que improvisar. Barry Blitz hizo una silueta de Donald Trump: Regreso con venganza. Pidió “una especie de ¡auugh!”, trazos que expresaran sensación de vómito.
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