'Romería': Carla Simón lleva a Cannes la Galicia de las drogas y el sida
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Después del Oso de oro de Alcarrás en Berlín, Carla Simón da el salto a la Croissette con su tercer largometraje, Romería, que compite por una Palma de oro que todavía no tiene un dueño más probable que otro. La cineasta catana vuelve a escarbar en sus memorias familiares para componer una película formalmente alejada de sus anteriores trabajos: Romería no busca la transparencia de Verano 1993 (2017) y Alcarrás (2022), en la que el artefacto cinematográfico era casi invisible al ojo del espectador. Aquí la intención es otra, tanto que el film se deja llevar por la fantasía de su protagonista adolescente, Marina (Llúcia Garcia), una suerte de alter ego de la directora, que fabula sobre la hipotética vida de unos padres -también adolescentes- que apenas llegó a conocer.
La apuesta por un cine más artificioso es tan arriesgada como legítima para una cineasta que ha construido una carrera de prestigio en el cine de festivales desde la experiencia propia, en lo que resulta la máxima expresión del cine de autor, cuando el director ya no es sólo el sujeto resposable absoluto del film, sino también el objeto del mismo. En Verano 1993, Simón apareció en la Berlinale como un soplo de aire fresco y como punta de lanza de una generación de directores que han hecho nueva ola del naturalismo intimista, de la atención al detalle, del cine de personajes y estados de ánimo.
Frida, la niña que no podía llorar, se construyó a base de retales de la biografía de la directora, con una Laia Artigas de voz rasgada y mirada hambrienta. Alcarrás llegó cinco años más tarde, en los últimos coletazos de la pandemia, cuando las mascarillas empezaban a desaparecer de los cines. Simón se agarró a la historia de su familia, parte de ella dedicada a la agricultura, para consagrar la comarca de Segrià al cine, en una película interpretada por actores naturales y en la que el andamiaje del guión también quedaba oculto a la vista.
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Carla Simón ha recorrido este miércoles la alfombra roja del Palais des Festivals a punto de dar a luz, para presentar la segunda de las películas españolas -tras Sirat, de Oliver Laxe- en una Sección Oficial algo desangelada. Será el sábado cuando se desvele el palmarés de una 78 edición que, en general, no ha convencido a la crítica y que no cuenta con una película evento como fueron La sustancia o Emilia Pérez el año pasado.
Romería comienza con el viaje de descubrimiento de Marina, un viaje físico que la lleva desde Cataluña a Vigo, donde vive su familia paterna, con la que apenas tiene contacto. Su madre falleció cuando era pequeña a causa del sida, al igual que su padre, en medio de una epidemia que asoló a varias generaciones en los años 80. Marina viaja movida por un objetivo material -conseguir la firma de sus abuelos en un documento que la reconozca como hija de su padre, con lo que podrá acceder a una beca para estudiar cine- y un objetivo sentimental -conocer mejor a su padre, quien se separó de su madre antes de que ella naciera y que murió sin haber ido a verla-.Y a Marina la acompaña una cámara de vídeo con la que registra su día a día y también el diario de su madre, en el que describe aquel amor juvenil marcado por la adicción, las ganas de comerse el mundo y un embarazo inesperado. Dos maneras de guardar la memoria en distintos formatos y distintos tiempos.
Marina se encuentra con la extrañeza de una familia en la que la siente como una extranjera. Con un tío (Tristán Ulloa) que la acoge con diplomacia, pero con el que encuentra una calidez artificial, y unos primos que comparten un pasado común del que ella no ha formado parte. Con Nuno (Mitch), que tiene más o menos su edad, empezará a sentir esas primeras descargas de enamoramiento veraniego, lo que la llevará a imaginarse la historia de amor adolescente entre sus padres. Simón hace hincapié también en la diferencia de clase: sus abuelos hicieron dinero con negocios navieros y son un apellido conocido en la ciudad, con lo que escondieron la drogadicción de su hijo, en esa necesidad provinciana de guardar las apariencias.
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Y la heroína, ese gran secreto a voces no habladas. La conversación sobre la droga es, quizás, la parte más expositiva de Romería. Es en esos diálogos donde más se deja ver la escritura, la intención. "Ponte a estudiar para no acabar drogadicto", o algo similar, espeta la abuela, el personaje con más reticencias a reconocer a su nieta. También se hace demasiado presente una banda sonora que juega a subrayar un drama en el que evita caer la imagen rodada. Marina, poco a poco, a adoptando el papel de su madre, vistiéndose incluso con un vestido carmín que perteneció a ella. Un vestido con el que la protagonista recuerda a Anna Karina en Pierrot el loco (1968), de Jean-Luc Godard, un film que trata sobre un amor loco y destructivo, reflejo cinematográfico de la relación de sus padres.
La película se construye sobre la mirada de Llúcia Garcia, que se estrena en la interpretación y que vuelve a demostrar la gran mano de Simón como directora de actores. En sus gestos apocados se condensa toda la sensación de orfandad, de no pertenencia, de una joven que insiste en rescatar la relación de sus padres del olvido. Es al final de Romería, en el primer momento de relajación de la protagonista, cuando entra de lleno el fantástico, la resignificación y la construcción de un relato nuevo que cambia el discurso y el punto de vista del retrato al que siempre se ha agarrado su otra familia. Porque Marina quiere aportar luz a un silencio demasiado oscuro.
Simón llega a Cannes como una de las directoras españolas con más proyección internacional, y habrá que esperar al sábado para saber si Romería la coloca en el olimpo del cine de autor. Romería llegará a los cines españoles el próximo 6 de septiembre.
El Confidencial