‘Las troyanas’: la eterna tragedia de las mujeres aplastadas por la guerra se repite

En las gradas del teatro romano de Mérida los abanicos libran su propia batalla. Miles de personas menean su artilugio tratando con poco éxito de refrescarse en una noche de apabullante calor. Sobre las tablas, en cambio, la guerra está ya perdida. La gran Troya ha caído y sus mujeres, despojadas de riquezas y familia, esperan en un sorteo su destino. Es la historia de Las troyanas, el famoso texto de Eurípides que Carlota Ferrer estrenó este miércoles en el Festival de Teatro Clásico de Mérida, con una versión libre y contemporánea protagonizada por Isabel Ordaz, con quien Ferrer también firma el texto, y Mina El Hammani. El ruido óptico de los abanicos será pronto sepultado por un batiburrillo de estímulos visuales que desfilarán por la escena con la intención de dotar de sentido contemporáneo al texto milenario.
No es la primera vez que el eterno clásico de Eurípides pisa el escenario emeritense, ni la primera vez que se somete a una lectura con lenguajes plenamente contemporáneos. En 2017 —el antecedente más cercano dentro del festival—, Carme Portaceli ofreció una versión que trasladaba la acción a la guerra de Siria, recreando sobre las tablas la devastada ciudad de Alepo y poblando el escenario de cadáveres envueltos en mantas blancas. El nuevo montaje de Carlota Ferrer evita cualquier paralelismo tan explícito con los conflictos actuales, pero resulta inevitable —como admite el equipo creativo— pensar en la Franja de Gaza. La tragedia de las troyanas, mujeres que, tras la caída de su ciudad y la muerte de esposos, hijos y nietos, quedaron a merced de los vencedores para ser sorteadas, torturadas, violadas y esclavizadas, es la historia de todos los derrotados: la de la infancia truncada, el éxodo forzoso, el sinsentido de la guerra que se despoja de épica para mostrar su crudeza. Y en los tiempos que corren —cuántos años lleva repitiéndose la frase— cobra especial sentido. La multifacética Ferrer —también responsable de la escenografía y el vestuario— envuelve la obra en un lenguaje visual y sonoro de hoy, pero preserva intacta la médula de un texto que, más de 2.500 años después, sigue interpelando al presente. “Buscamos testimonios tanto de Ucrania como de Gaza para ver cómo hablaban las mujeres a cámara y contaban lo que pasaba, y me di cuenta de que era muy parecido a lo que ya decía Eurípides”, reconocía la directora minutos después del estreno.

El espectáculo se abre con un prólogo sin texto en el que los personajes, ataviados como clásicos troyanos, parecen emerger de un relieve que captura un instante de la batalla de Troya. Todo son movimientos y sonidos, una especie de breve danza que, sin golpes ni combates, reconstruye la contienda. Pero es ese el único momento en que al escenario de Mérida suben troyanos clásicos y arquetípicos; a partir de ahí, Ferrer despliega su arsenal característico de recursos visuales y sonoros: proyecciones, música, efectos de sonido, danza, e incluso la presentación de algún personaje cantando, micrófono en mano, cual estrella de rock, a veces todo simultáneamente. Un ejercicio de poética audiovisual, “cosas raras que surgen de la intuición”, dice ella, que desafía al espectador y que pretende “sumar e impregnarse en la piel”, sin desviar la atención del texto.
Lo cierto es que es un trabajo que entra, sobre todo, por los ojos, y es en sus construcciones visuales que encuentra una lectura contemporánea. No hay más escenografía que el imponente telón de columnas romanas de fondo flanqueado por dos tiendas de campaña a los costados que sirven de entrada y salida de los personajes. Son los actores que, a través de coreografías diversas, llenan el enorme espacio durante las escenas. El coro de troyanas se reduce a un pequeño grupo de mujeres sin rostro ni voz y con un número a la espalda, que recuerda a prisioneras modernas; los soldados griegos visten ropa de camuflaje y pasamontañas; y Taltibio, el heraldo griego que carga con un arsenal de noticias funestas durante la obra, es un torpe diplomático trajeado.

El principal reto, explica la directora, era hacer “de esto un montaje donde hubiera humanos y no personajes arquetípicos”. Por eso también los actores se desprenden de la grandiosidad y la declamación del texto clásico y presentan interpretaciones a veces más contenidas y llevadas a tierra, aunque todo ello implique “el riesgo de que las piedras del teatro te coman”. El ritmo y el tono de la obra lo implanta Isabel Ordaz, que interpreta a la reina Hécuba y que casi no abandona el escenario durante los poco más de 90 minutos de representación. Ordaz evoca con su personaje a una abuela o madre o suegra de hoy, pero que, con momentos explosivos, no deja de ser la poderosa Reina troyana de la antigüedad. La ausencia de coro en esta versión le otorga a Hécuba, que dice muchos de sus textos, un protagonismo adicional.
Mina El Hammani, aunque salta al escenario ya bien entrada la función, interpreta el importante papel de Helena, la esposa de Menelao y causante indirecta de la guerra de Troya. El resto del elenco lo completa Cristobal Suárez en el papel de Taltibio; María Vázquez como Casandra; Esther Ortega como Andrómaca; Abel de la Fuente como Astianacte, hijo de Andrómaca —e hijo de Ortega también—; Carlos Beluga como Menelao, el rey de Esparta. Todos, además de encarnar a sus personajes, suben a la escena con constancia para llenar el espacio con coreografías mientras representan a soldados o troyanas. También aportan movimiento, sin personajes específicos, Selam Ortega, Ana Erdozain y Alba González.
Cuando el espectáculo se acerca a su final, el calor no cede, pero los abanicos ya no bailan tanto. El espacio que Hécuba habitó durante cerca de dos horas, de pronto se convierte en una playa repleta de turistas que vacacionan alegres. No quedan troyanas, ni troyanos, ni ruinas, solo el cuerpo inerte y sin vida de aquella mujer que alguna vez fue reina y que ahora se camufla entre los bañistas. “Éxodo”, se lee en una proyección en las columnas. Tampoco queda la memoria de lo que alguna vez fue. Resumida en una escena la vigencia de la obra, el silencio lo rompen los aplausos.
EL PAÍS