'La gran ambición': cuando Italia casi fue comunista
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En las últimas elecciones al Parlamento italiano, en 2022, el Partido Comunista Italiano (PCI) apenas consiguió 24.500 votos y cero representación. Ningún parlamentario, mismo resultado que partidos marginales como el Partido por la Locura Creativa, la formación satírica liderada por Giuseppe Cirillo -a.k.a. Oscurato-, director y protagonista de la comedia sexual de bajo presupuesto Impotenti Esistenziali, en la que Tinto Brass, el rey del ítalo erotismo, interpreta uno de los papeles protagonistas. Como en la película de Cirillo, impotentes e irrelevantes se han quedado los comunistas italianos en la Italia de Meloni. Cuesta imaginar, entonces, lo que cuenta La gran ambición, el drama político dirigido por Andrea Segre que se convirtió en uno de los éxitos imprevistos de los pasados David de Donatello, los Goya del Bel Paese y que, al tiempo de su paso por el Atlàntida Film Fest llega también a las salas de cine españolas. En la Italia del Novecento de Bertolucci, de la Balada de Sacco y Vanzetti de Morricone -del film de Giuliano Montaldo-, de la Trilogía del Poder de Elio Petri, es decir, en la Italia de los años setenta, el PCI obtuvo el voto de uno de cada tres italianos y llegó a contar con más de un millón y medio de afiliados.
Fue gracias a Enrico Berlinguer, su líder entre 1972 y 1984, cuando el PCI se convirtió en la formación comunista más potente del mundo occidental. Hombre de familia sarda acomodada pero comprometido desde muy joven con la lucha obrera, Berlinguer se propuso firmar el Compromesso Storico -el Gran Compromiso Histórico-, una alianza de gobierno con el líder de la Democracia Cristiana Aldo Moro, para evitar un golpe de Estado como el ocurrido en el Chile de Salvador Allende. Berlinguer abogó por una terza via -tercera vía- en un contexto de Guerra Fría: Italia debía evitar injerencias extranjeras, tanto rusas como estadounidenses. Un propósito que le llevó a romper con la Unión Soviética y a granjearse enemigos tanto enfrente como a su lado.
Desde la perspectiva actual del politiqueo pachangueril y el tuitazo tabernario, La gran ambición mira con nostalgia a una generación de políticos con compromisos más allá de calefactar sus escaños y secuestrar cada espacio televisivo. Una política de ideas, de diálogo y de consenso, profunda más allá del eslogan y enraizada en el suelo: "No es a mí a quien me tiene que convencer", le discute Berlinguer a Giulio Andreotti -también líder de los democristianos-, "sino a todos los trabajadores italianos que nuestro partido representa". Pero Segre también revive el fantasma de un tiempo convulso de espionaje, terrorismo e inestabilidad, un escenario de conflictos proxy sometidos a la guerra de bloques, con Henry Kissinger y la diplomacia británica dispuestos a apoyar ese temido golpe de Estado con tal de que el Partido Comunista no llegase al poder.
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De ese cine político explícito de despacho y hemiciclo -Buenos días, noche (2003), de Marco Bellocchio, y su posterior adaptación al formato serie Exterior noche (2022); Queremos los coroneles (1973), de Mario Monicelli; Il Divo (2008) y Silvio y los otros (2018), de Paolo Sorrentino- en Italia existe una gran tradición, mucho más que en la España de El reino (2018) de Sorogoyen y El hombre de las mil caras (2016), de Alberto Rodríguez. ¿Dónde está esa gran película sobre Adolfo Suárez o Felipe González? ¿Dónde están esos thrillers políticos que aborden frontalmente los entresijos de la Transición, las reuniones clandestinas, la elaboración de la Constitución o los intentos de golpe de Estado?
Arranca la La gran ambición con un hombre, Enrico Berlinguer (Elio Germano en el papel que le valió el goya italiano a Mejor actor) practicando sutiles ejercicios frente a una cama de matrimonio presidida por un retrato de Lenin. Una declaración de que, tanto en la película como en el hombre, la intimidad y la política son indisolubles. Segre acompaña a Berlinguer a las reuniones de partido, a las fábricas, a los viajes a la URSS, pero también lo retrata dentro de casa, como padre de familia numerosa, intentando conciliar los legajos con los picnics dominicales. El trabajo de Germano para dar cuerpo a Berlinguer, encogido y achaparrado, nervioso, con el cigarro siempre en la mano, incisivo pero cálido, es una de las grandes bazas -a pesar de la peluca- de una película que, por otro lado, atiende mucho a las disquisiciones ideológicas y a los encuentros de oficina, siempre tan tediosos y tan feos de filmar, con esas paredes revestidas de madera y esa paleta de colores ocre tan deprimente e institucional.
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Tampoco ayuda la puesta en escena de Segre, fría y puramente narrativa, llena de planos y contraplanos medios, convencional y efectiva, salvo en los momentos que se permite enmarcar esos escenarios burocráticos de aplastante uniformidad y simetría, que casi huelen a tabaco viejo y café frío, y en los que la figura de Berlinguer se abre camino como un soplo de aire fresco. A las recreaciones de Segre, algo encorsetadas, también les da vida las imágenes de archivo que apuntalan la película: imágenes que invocan la añoranza por aquella época en la que lo colectivo, la preocupación por el otro, la lucha sindical y el pacifismo fueron moda, antes de que el individualismo se hiciese con la hegemonía del pensamiento. Un momento de verdadera implicación ciudadana más allá de la visita periódica a las urnas, a través de la asociación y el foro público. Aquel momento en el que la colaboración se impuso a la competición.
Y en el centro, Berlinguer, que intenta capear el fuego ajeno y el fuego amigo, tras su decisión de abogar por una vía democrática del socialismo y alejarse del pensamiento único soviético, momento representado en la visita de Berlinguer a la URSS en febrero de 1976, cuando después de que unos niños dignos de cuadro de Samojvalov cantasen La internacional, el italiano criticó en un discurso frente a Brezhnev: "nosotros luchamos por una sociedad socialista que sea el momento más alto en el desarrollo de todas las conquistas democráticas y que garantice el respeto de todas las libertades individuales y colectivas, la libertad religiosa, la libertad de la cultura, de las artes y de la ciencia [...], en un sistema pluralista y democrático".
En medio de la pinza entre quienes se oponían a la llegada del comunismo como si de un demonio con cuernos y rabo se tratase, del comunismo soviético y del terrorismo de las Brigadas Rojas, Berlinguer intenta sacar adelante ese proyecto de consenso, como una fuerza única contra el mundo. La gran ambición es el retrato de un hombre bueno, el retrato de una clase política responsable que se jugaba la cara -y a veces el cuerpo- en ello y que terminó, como recuerdan sus imágenes de archivo, con una decadencia escombrada. El sueño del eurocomunismo acaba en la efigie de Margaret Thatcher.
El Confidencial