‘La gracia’, de Paolo Sorrentino, inaugura el festival de Venecia con emoción, risas y dilemas morales

Últimamente, cuando reza, Mariano de Santis se queda dormido. Y nunca sueña. Imposible que un hombre así se conceda fantasear. Jurista, autor de un célebre manual de derecho privado de 2.046 páginas, ahora presidente de la República italiana: pura concreción. No por nada le apodan Cemento Armato (Hormigón armado). Las semanas pasan, el fin de su mandato se acerca, igual que el ocaso. Pero él ni se inmuta. Rehúye decidir. En realidad, apenas vive. “Soy el argumento más aburrido que conozco”, afirma en la película. Solo le remueve volver a la primera vez que vio a su adorada Aurora, fallecida hace ocho años. La recuerda caminar, dice que sus pies se levantaban del suelo. Bendita ligereza: cada día parece desvanecerse un poco más. Para el protagonista de La gracia, de Paolo Sorrentino, que ha inaugurado este miércoles el festival de cine de Venecia. Pero también al otro lado de la pantalla, en las butacas. Por lo menos, durante dos horas, los espectadores rieron, lloraron y reflexionaron. Se olvidaron de las pesadumbres, quizás hasta se sintieran un poco más leves. Bendito cine.
Un enorme misterio rodeaba la nueva obra del director italiano, que llegará a España el 16 de enero. Tan solo se había dado a conocer que la interpretaría Toni Servillo, en su séptima colaboración con Sorrentino. Y que tendría que ver “con el amor”. Cierto. Ahora también se sabe que hay muchísimo más. Habla del duelo, la obsesión, la incertidumbre y el perdón; de eutanasia y violencia machista; de probar, avanzar o estancarse; de la sensibilidad, la misma que permea todo el largo. “¿De quién son nuestros días?”, le pregunta la hija al presidente. Y, de paso, al público. El filme asombra porque deja poso, se queda a flor de piel, pero también se suelta alguna carcajada. Lo sublime y lo ridículo, la fascinante alianza marca de la casa. “No me lo creo”, espetó un asistente a la proyección para la prensa ante el peculiar retrato del Papa en la película. Lo repitió en otro par de ocasiones. La primera ronda de aplausos tardó solo 10 minutos en escucharse. Al final hubo una segunda, más larga.
Una tercera, aún mayor, se escuchó en la sala de prensa cuando aparecieron el cineasta y su equipo. “La película nace de un suceso: leí que Sergio Mattarella [actual presidente de la República italiana] concedió la gracia a un hombre que mató a su mujer, enferma de alzhéimer. Desde hace años he pensado que el dilema moral es un motor narrativo formidable”, aseguró Sorrentino. A partir de ahí, llenó todo el filme de gracia, mucho más allá de su sentido concreto. Y colocó en la pantalla a un político que echa cada vez más de menos en la vida real: “Ama la ley y unos valores que la política debería encarnar y parecen faltar en muchos, aunque se entrevén en nuestro presidente de la República”. Hubo más ganchos con la actualidad: Sorrentino y Servillo no desvelaron en quién se inspiraron para el personaje y el cineasta desea que su filme devuelva la atención hacia la eutanasia, objeto del enésimo diseño de ley que languidece sin llegar a meta en el Parlamento italiano. Se habló, cómo no, también del tema más actual de todos: la matanza de Israel en Gaza.

A Sorrentino le preguntaron por Mubi, uno de los distribuidores del filme, cuestionado por aceptar inversiones de una compañía que también destina dinero a una start-up israelí especializada en tecnologías de defensa. El director rebotó la cuestión a una representante de la empresa en la sala, que rechazó contestar. Cuando, un par de horas antes, la prensa quiso conocer la opinión sobre Palestina del cineasta Alexander Payne, presidente del jurado de la competición, tampoco entró al trapo: pasó el testigo al director del festival, Alberto Barbera. Está claro que el asunto volverá. Porque la Mostra arranca, pero la masacre en Gaza continúa. De ahí que el movimiento V4P (Venecia por Palestina), impulsado por unos 1.500 nombres del cine italiano e internacional ―como Marco Bellocchio, Matteo Garrone, Alice Rohrwacher, Ken Loach o Céline Sciamma―, pidiera al certamen condenar de forma más clara a Israel y no invitar a Gal Gadot y Gerard Butler, intérpretes que se han posicionado a favor del Gobierno de Netanyahu. “La Bienal de Venecia [que organiza el festival] es la institución cultural más importante de Italia, un espacio abierto de diálogo. Hacer declaraciones políticas no es una labor que nos corresponde. Acogemos a todo el mundo, nunca hemos censurado a un artista ni lo haremos ahora. Nadie puede dudar de nuestra actitud, ni creer que no somos sensibles a lo que sucede”, respondía este martes Barbera a EL PAÍS.
Hoy miércoles, el director artístico citó los discursos de la ceremonia de preapertura, ayer, como otra señal inequívoca de la postura del certamen. “La tumba de este niño será un monumento a la vergüenza”, dijo en esa gala Pietrangelo Buttafuoco, presidente de la Bienal, citando a Eurípides. Y Nandino Capovila, sacerdote expulsado de Israel el 2 de agosto, habló de “plan de genocidio”. El religioso recordó la hambruna declarada oficialmente en Gaza, pidió justicia por las víctimas -tanto los 62.000 palestinos como los 1.205 israelíes- y agregó: “Esta escalation quiebra cualquier principio de humanidad, proporcionalidad y distinción”. El festival más antiguo del mundo ha visto guerras, revoluciones, una pandemia. Su 82ª edición quiere ser la del alucinante diluvio de estrellas. Pero es, desde ya, también la de Gaza. El sábado, el Lido, la isla donde se celebra la Mostra, acogerá una protesta a favor de Palestina. Y hoy mismo vivió un adelanto, con algunos manifestantes que se plantaron ante el Palazzo del Cinema con banderas y pancartas contra “el genocidio”.
A saber cómo vivirá Venecia un desfile tan distinto a los que suele presenciar. El festival sabe más de alfombras rojas; de consagrar mitos, como Werner Herzog, que recoge hoy el León de Oro de Honor en la gala de inauguración; o de descubrir los que un día lo serán. Justo aquí, en 2001, Sorrentino empezó su andadura, con la celebrada y comedida El hombre de más. A partir de ahí, dibujó una trayectoria personalísima: autodidacta, siempre fiel a sí mismo, único, a veces incluso demasiado. Un visionario que, paradójicamente, deslumbra más cuando pone freno a su imaginación. Ahí están Las consecuencias del amor o El divo para demostrarlo. La delicadeza con la que recreó en la pantalla la muerte de sus padres en Fue la mano de Dios, premiada hace cuatro años en la Mostra, supone una clase magistral de cine. Si es que tanto talento se puede enseñar, o aprender.

“Cada filme requiere un estilo. En Fue la mano de Dios partimos para hacer fuegos artificiales y nos dimos cuenta de que debía ser más sobrio. También ha sucedido ahora”, dijo el director. Sin embargo, Silvio y los otros, algunos capítulos de la serie El joven papa y, especialmente, Parténope, alertan de que hay otro Sorrentino: el que se vuelve barroco y, finalmente, vacuo. Su obra maestra, La gran belleza, destaca como una estupenda excepción: un prodigio tanto visual como narrativo.
La gracia, igual que su protagonista, se contiene. Nada de la estética vacía de Parténope. Ni tampoco del inmovilismo que padecía la joven protagonista. A priori, pocos personajes tan bloqueados como el presidente Hormigón. Y, sin embargo, su parálisis tiene mucho que contar, también gracias a un estupendo guion. Sorrentino se suele definir, ante todo, como “un escritor”. Tiene novelas publicadas, sus filmes siempre salen de su propia pluma. Y en este caso andaba especialmente inspirada: calidad, inteligencia, ironía y profundidad. También se le conoce como maestro en el uso de la música: confirmado queda. Ahora rastrea posibles bandas sonoras incluso en Instagram, como reveló en la rueda de prensa. El único que discrepa resultó ser Toni Servillo, con una sonrisa: “Nunca nos hemos peleado. Solo nos divide la música”. El cineasta es omnívoro. El actor, por lo visto, prefiere la clásica.
Puede que La gracia solo merezca una crítica justificada: algún corte de metraje más, para no superar las dos horas. También porque el propio filme subraya la relevancia del paso del tiempo. Pequeñeces, en todo caso. Porque, al abandonar la sala, quedaron placer, pensamientos y preguntas. Al fin y al cabo, como se dice en la película, la gracia es “la belleza de la duda”. Una, por lo menos, está resuelta: el festival de Venecia ha empezado de maravilla.
EL PAÍS