'Blaubereen': cualquiera puede ser un nazi (pero tienes más boletos si eres del lumpen)
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Hay una escena en la magnífica película La zona de interés, de Jonathan Glazer, en la que la madre de Hedwig, esposa de Rudolf Höss, jefe del campo de concentración de Auschwitz, le pregunta como si tal cosa a su hija mientras pasean por el jardincito del chalet de la pareja: ¿Crees que ahí estará esa mujer a la que iba a limpiar su casa?. Ahí era precisamente Auschwitz ya que, sádicamente, solo un muro separaba el chalet del campo en el que cada día morían miles de personas. La banal conversación pone en evidencia un dato clave del éxito del nazismo: muchos de los jerarcas nazis procedían de clases medias, bajas o directamente del lumpen que encontraron en esa ideología un estupendo refugio vital (y un ascenso laboral y económico como no habían visto antes).
Blaubereen (arándanos, en alemán), la obra que propone ahora el director Sergio Peris-Mencheta en los Teatros del Canal, nos recuerda mucho a esta película ya que es una panorámica sobre los dirigentes de Auschwitz. Escrita por Moisés Kaufman y Amanda Gronich y estrenada en EEUU con gran éxito, parte de una idea muy buena: la historia real del álbum de fotos de Karl Hocker, uno de los responsables del campo, y que un veterano norteamericano de la II Guerra Mundial había encontrado por casualidad en una cabaña en Frankfurt en 1946. Las imágenes fueron donadas en 2007 al Museo del Holocausto de EEUU causando un importante revuelo: por primera vez el museo no trataba fotos de las víctimas sino de los perpetradores y además en todas ellas ellos aparecían divirtiéndose y riéndose. Ahí no había nada de las víctimas, de todas esas personas que o murieron en las cámaras de gas o por enfermedad o acabaron absolutamente desnutridos. No, eran hombres (y también mujeres) que reían, flirteaban y descansaban en hamacas en Solahütte, el resort que se había construido apenas a unos metros del campo para descansar. Como la casa de Höss.
A lo largo de este teatro-documento, que cuenta con una excepcional escenografía de Alessio Meloni -colaborador habitual de Peris-Mencheta-, sobria, pero muy espectacular con unos enormes muros que se abren y se cierran y unas mesas que pueden funcionar también como pantallas en las que vemos las imágenes reales -uno de los puntos más impactantes de la obra-, se nos va revelando la historia de Hocker, un tipo que era un simple cajero en un banco y que con poco menos de 30 años ya se había convertido uno de los comandantes más relevantes de Auschwitz tras abrazar con alegría al nazismo. Algo parecido les había ocurrido a Richard Baer, ex pastelero y Franz Hössler, desempleado y ex mozo de almacén, y que también fueron de los comandantes más importantes. Y así otros tantos.
Y se nos va contando cómo fue posible que hombres y mujeres comunes, con unas vidas cotidianas normales y trabajos no demasiado cualificados -aunque también hubo médicos, abogados, periodistas y miembros de otras profesiones liberales - acabaran siendo absorbidos por una ideología tan macabra y tan inmoral que les permitiera meter a decenas de personas en una cámara de gas y después irse a tomar una cerveza. Efectivamente, la banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt. Lo que nos preguntamos mientras la vemos es si no estamos muy lejos de aquello en otras partes del mundo (o en la nuestra). Retumba una de las frases del texto: “Los genocidios no comienzan con las bombas sino con las palabras”. La maquinaria de la manipulación que llegó incluso a los colegios masculinos y femeninos donde los niños y niñas asumían sin filtros aquel ideario. Solo cabe pensar lo que ya han analizado tanto investigadores de aquellos crímenes: qué listos fueron Mussolini y Hitler, les dieron a los pobres diablos el orgullo que querían. Lo terrorífico es que hoy en día -la obra sin hacerlo consciente nos interpela continuamente- tienen algunos discípulos.
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El hilo conductor son los trabajadores del museo estadounidense, expertos en el Holocausto y familiares de los victimarios. Todos son personajes reales. Es un elenco coral de ocho actores y actrices, cuatro y cuatro, que interpretan distintos papeles, además de tocar cada uno algún instrumento. Peris-Mencheta es un buen coreógrafo con los actores. Los sabe mover muy bien por el escenario. Sin embargo, en el reparto hay resbalones: no transmiten, hay frialdad, hay un tono excesivamente neutro… No nos llegan. A veces también la música -no deja de sonar folclore judío- se superpone a las palabras y las tapa cuando alguno de los actores habla lo que dificulta el dinamismo de la obra.
Hacia el final aparece otro álbum de fotos real, el que encontró la prisionera judía húngara Lili Jacobs cuando el Ejército Rojo liberó Auschwitz en enero de 1945. Estas sí son imágenes de víctimas, pero no las típicas (de hecho, como se dice en la obra no hay muchas fotos de este campo, la mayoría de las que conocemos son de otros): en ellas aparece ella y su familia nada más llegar al campo con sus abrigos, sus pañuelos, sus maletas. Algunas ponen los pelos de punta: muchos están sentados, hablando como si tal cosa -todo en esta historia es como si tal cosa- sin saber que estaban a punto de entrar en una cámara de gas. Los perpetradores fueron capaces de hacerse selfis y fotografiar a los que estaban a punto de matar.
Fueron capaces de hacerse selfis y fotografiar a los que estaban a punto de matar
“Si aquí hubo un Dios, dónde está ahora ese Dios”, se preguntó Jacob en algún momento. Y es lo que también nos preguntamos los espectadores sobre otras partes del mundo en la actualidad mientras finaliza esta obra en la que los actores y actrices no salen a saludar cuando termina. Imposición del director: no hay nada que celebrar en esta historia.
Y es verdad, pero se echa de menos algo de calor, también a lo largo de un montaje que se nos queda muy intelectual, frío y distanciado. Quizá porque es algo que ya hemos visto, pero es como si a esos arándanos -qué bien traída la metáfora, por otra parte- se les hubiera podido sacar más jugo.
Hay una escena en la magnífica película La zona de interés, de Jonathan Glazer, en la que la madre de Hedwig, esposa de Rudolf Höss, jefe del campo de concentración de Auschwitz, le pregunta como si tal cosa a su hija mientras pasean por el jardincito del chalet de la pareja: ¿Crees que ahí estará esa mujer a la que iba a limpiar su casa?. Ahí era precisamente Auschwitz ya que, sádicamente, solo un muro separaba el chalet del campo en el que cada día morían miles de personas. La banal conversación pone en evidencia un dato clave del éxito del nazismo: muchos de los jerarcas nazis procedían de clases medias, bajas o directamente del lumpen que encontraron en esa ideología un estupendo refugio vital (y un ascenso laboral y económico como no habían visto antes).
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